SOLO BARRIENTOS de Félix Bombarolo

SOLO BARRIENTOS

de Félix Bombarolo

MM

Una noche calurosa y húmeda sobre una Rivadavia desierta iluminada por semáforos inútiles y fuegos de artificio estallando en el cielo. Por el medio de la avenida transita Barrientos. Nadie en las veredas, nadie en las paradas de colectivos, nadie en la boca del subte, nadie en la Plaza Flores. Nadie. Solo Barrientos.

Siente que ese es su lugar, que allí debe estar esta noche a esta hora. Circula a veinte, quizás a menos. Mira a un lado y otro de la avenida buscando a alguien, no necesariamente a un pasajero, solo a alguien. Ése es su lugar, eso siente. Está sereno. Transita con el brazo izquierdo asomando por la ventana, recostado en su viejo respaldo de bolitas de madera. Está fumando; de tanto en tanto detiene su mirada en el rosario que cuelga del espejo retrovisor. Escucha a Sandro.

Al llegar a la Plaza su tranquilidad se altera. Se sorprende.

Se sorprende porque hace tiempo que no se estremece al pasar por allí. Se pone algo nervioso, tira el pucho por la ventana, se acomoda en el asiento, se arrima al cordón de la vereda, baja la velocidad aún más, apoya el brazo derecho sobre el respaldo del asiento del acompañante, acerca su cuerpo a la ventana y da un vistazo largo, lento. Mira. Recorre el borde de la Plaza y al llegar a la esquina de Artigas detiene el viejo Renault y permanece en posición expectante con el auto quieto; con cierto automatismo en el movimiento, desliza la palma de su mano izquierda sobre la gastada visera del conductor, sobre su visera. El semáforo está en verde pero él no avanza, se queda inmóvil. Suenan las campanas de San José de Flores, todos brindan en el Odeón, que está repleto. Barrientos se queda mirando la esquina de la Plaza, que está vacía, como si en verdad apreciara el espectáculo que ofrecen la vereda, el pasto, los bancos y los árboles coloreados por el resplandor de los fuegos artificiales apareciendo y desapareciendo caprichosamente ante su vista.

Piensa en Matilde, claro. Pero ya no con desesperación ni con nostalgia, sino más bien con una pesada sensación de lejanía. Es precisamente esa sensación la que le permite decidir su destino, la que le da la fuerza que necesita para poner fin a su calvario.

Pasados los primeros minutos del nuevo milenio, el ruido de petardos y bengalas se multiplica, también los destellos y los gritos lejanos, confusos. Barrientos, un poco aturdido, decide continuar su marcha, pero el auto no arranca. La puta madre, balbucea Barrientos. La puta madre, repite en vos alta apretando el acelerador a fondo, forzando el arranque que al fin le responde. Piensa que algún día, algún día cercano, no tendrá que lidiar con el arranque, ni con los frenos, ni con la manguera del radiador, ni con nada que tenga que ver con su auto, con nada. Va detrás de esa ilusión que él mismo reconoce engañosa, pero que lo alimenta, lo tranquiliza. Acelera y dobla por Artigas. Bordea ahora la Plaza por otro lateral, va rumbo a Gaona una vez más, quizás la última.

MCMXCI

Una estación de servicio de esas que tienen de todo, incluso, supermercado y bar. Dentro del bar, que está vacío, una mujer de uniforme habla por teléfono mientras mira por el gran ventanal del local; mira su reloj y mira a la calle, con ansiedad, con ganas de salir de allí. Afuera, dos empleados atienden los surtidores; uno joven, otro mayor, uno súper, otro común. En la zona de fosas, arreglos mecánicos y carga de aire comprimido, no hay nadie, solo un par de autos estacionados, sucios, a oscuras. El lugar está descuidado; se ve que fue una estación de vanguardia hace unos años pero ya le pasó su hora, está decadente, permanece abierta gracias a la fidelidad de algunos pocos clientes y a circunstanciales conductores desprevenidos, apremiados por la falta de combustible, también pocos. Esquivando a un grupo de adolescentes que llega al lugar preguntando si venden cerveza, Barrientos entra a la vieja estación de Gaona y Cuenca con su OKM. Hace dos días que se lo entregaron; consiguió un buen precio a través del sindicato de taxistas, del que participa en algún cargo poco relevante.

Se detiene a un costado. Sale del auto y se dirige a los surtidores con aire victorioso en busca de los dos empleados del turno noche; porta una botella de sidra cubierta por algunos vasitos de plástico blanco. “¡Te salvaste, Barrientos!”, lo recibe con entusiasmo el más viejo, el que ya pasó los cuarenta y encuentra, cada madrugada, de qué hablar con Barrientos.

Está feliz de verlos. Amanece, pero aún no se nota. Todo sucede en el preciso momento en que el cielo pasa de negro a gris rojizo. Está nublado, llovizna. La calma callejera de los primeros minutos del nuevo año se va transformando aceleradamente en locura. Asaltan Gaona los que regresan de la fiesta; los afortunados que disfrutaron de una noche feliz -felices fiestas-, los que soportaron una noche jodida y no ven la hora de que todo pase -fiestas de mierda-. Su noche no fue ni buena ni mala. Cenó en el bodegón habitual, levantó algunos pasajeros, pocos, realizó su recorrida por la Plaza, los bares, los kioscos, los hoteles y prostíbulos de la zona. Realizó la recorrida con la persistencia acostumbrada; con esperanza, aún.

Con su abundante cabellera negra apenas iluminada por unas pocas canas, su tez morena oscurecida por los primeros soles del verano porteño, levantando un vaso de plástico con su enorme mano derecha, Barrientos dice: “¡Feliz año nuevo!”. Los empleados de la noche se suman al festejo pero toman poco, dicen que no pueden. Barrientos cree que él sí puede y lo hace, como cada madrugada de año nuevo. Él conoce las normas pero solo respeta aquellas que ha aprendido a valorar en sus veinte años de andar por las calles porteñas. Sabe cuándo hay que pasar un semáforo en rojo y cuándo no, cuándo es oportuno engañar a un pasajero con la tarifa y cuándo no, cuándo es posible tomar de más y cuándo no. Hoy es posible; más aún, le resulta indispensable.

Les cuenta anécdotas de viajes que ha tenido esa noche. Una mujer mayor muy arreglada se subió en Colegiales, lo llevó a Recoleta y le dejó cincuenta pesos de propina, una barbaridad: “seguro que la vieja tuvo guita en otros tiempos”, comenta; agiganta la historia, especula sobre las posibles vidas de la señora ante la mirada atenta de los laburantes. Un par de adolescentes con aspecto sospechoso subieron en Palermo y lo llevaron a un boliche de San Telmo: “esos dos estaban drogados, seguro; enseguida les saco la ficha a los drogones, en seguida”, asegura convencido. Barrientos es un tipo seguro; será por eso que le pegó tan fuerte lo de Matilde: estaba tan seguro que siempre la encontraría en esa esquina. Los dos empleados, apoyados cada uno en un surtidor distinto, asienten con la cabeza fingiendo asombro. Hablan un rato del Renault nuevo, su primer OKM. Les cuenta sobre las ventajas de las cubiertas radiales, les dice que el auto tiene levanta vidrios eléctrico y, sobre todo, les informa con orgullo que este modelo camina a gas. Va hasta el baúl, lo abre y les muestra el enorme tanque amarillo como quien descubre una sorpresa preciada, como quien se jacta de haber adquirido algo que muchos desean y pocos alcanzan.

Llegan clientes. Con su pesada humanidad a cuestas, Barrientos se despide y, tarareando, se mete en el Renault, coloca en su equipo nuevo el cassette de Sandro y decide que es hora de irse a dormir, hora de regresar al monoambiente, donde nadie lo espera. Ya es de día, la lluvia es más fuerte. Está feliz, borracho y feliz; aún conserva parte de la vitalidad, de la alegría de antaño. Sale de la estación; avanza hasta el borde de la avenida y aguarda.

Mientras le carga combustible a una camioneta Ford algo destartalada, el más joven de los empleados, con la manguera incrustada en el tanque de la Ford, le pregunta a su compañero a la distancia y con cierta discreción: “¿la encontró?”. El más viejo le dice que no con un gesto mientras mantiene la vista clavada en el auto de Barrientos, que aún está esperando para tomar Gaona. Le dice además que, hace algunas noches, Barrientos le contó que al fin había ubicado la dirección a la que pertenece el teléfono que le dejó esa mujer escrito, en números romanos, en un viejo billete de diez pesos la última noche que la vio; fue lo único que le dejó, el único dato que conserva de ella. Le cuenta que parece que el teléfono pertenece a un departamento de San Cristóbal donde no vive nadie; donde dicen los vecinos que hace años que no vive nadie, donde nadie conoce a la mujer que él busca, donde nunca nadie llegó a preguntar por esa mujer, solo Barrientos. El joven lo escucha con desazón, con asombro, con pena; el de la camioneta paga y se va.

Barrientos mira los autos pasar; mientras lo hace, acomoda su respaldo de bolitas de madera, revisa la billetera evaluando la ganancia del día y observa un instante su nueva visera tapizada con cuerina gris. La acaricia, se queda en silencio, esperando. El interior del coche huele a nuevo, a plástico, a pintura, a pegamento. Ya es de día. Barrientos cambia de opinión. Sale de la estación y se mete en la locura de Gaona, pero finalmente no va a su departamento, se dirige a otro destino: decide volver a pasar por Plaza Flores: “Quien sabe”, murmura.

MM

Una casa romana partida al medio. Dos pisos de habitaciones dispuestas en forma de ‘C’ rodeando un patio de viejas y rotas baldosas calcáreas de colores lavados; una baranda de hierro forjado, oxidado, protegiendo un balcón corrido al que dan las habitaciones de la planta alta; enormes puertas de roble reseco flanqueadas por enormes persianas de hierro despintado que, se intuye, han sido verdes en alguna otra época; malvones, jazmines y plantas descuidadas que intentan sobrevivir en antiguas masetas de cemento de cuatro patas; paredes descascaradas de revoque gastado de tonos grisáceos; aroma a jazmín adulterado con desinfectante barato y a orín de gato. En el centro de ese patio, una mesa festiva armada con tablón y caballetes sostiene una importante cantidad de botellas de cerveza vacías y vasos y restos de comida. La mesa está iluminada por un par de lamparitas polvorientas que cuelgan de un cable negro que sobrevuela la mesa; también cuelga del cable una guirnalda reluciente, roja, brillante, notoriamente desubicada en aquel paisaje decadente, gris. Villalba regresa del baño abrochándose el cinturón. Cruza el patio preguntando con tono severo: “¡dónde carajo se metió esa borreguita!”. Todas lo miran a él y se miran entre sí. Lo miran. Se miran. Por un instante intentan cubrir la ausencia de la menor, ofreciendo excusas como: “ya va a llegar, no se preocupe”, o “recién llamó avisando que está viniendo, papi”.

Algunas de las chicas aprovechan el momento de desconcierto para levantar la mesa, como intentando escapar de la incomodidad. Antonio, totalmente borracho, saca su pistola y comienza a tirar tiros al aire, festeja el año nuevo diciendo aquí estoy, reafirmando su condición de macho joven de la casa. Villalba padre no presta atención ni a los tiros ni a las excusas y se dirige a la entrada insultando: “Borrega de mierda. Borrega de mierda”. Va hacia la entrada para cerciorarse que esté todo en orden. Está ansioso esperando la llegada de su clientela; tiene deudas, necesita hacer buena plata esta noche. Es un momento de confusión, de movimientos tensos, de tiros y borrachera. Villalba y su hijo varón van de un lado al otro mientras media docena de mujeres quitan la mesa y las sillas, barren el patio, acomodan sus ropas, se maquillan y comienzan a prepararse para la jornada laboral. En ese preciso momento aparece Barrientos. Solo Barrientos es capaz de meterse de madrugada, desarmado y sin aviso alguno en la casa de los Villalba.

Todos siguen con su rutina más o menos indiferentes menos Villalba padre, que lo tiene frente a él bajo la puerta de ingreso al patio. Barrientos le ofrece la mano y ambos se saludan con cordialidad, como siempre. Confianza y distancia a la vez, quizás respeto, cierto aprecio, pero más que nada: mutua necesidad. Luego de algunos intercambios triviales y preguntas de rigor, el dueño de casa le ofrece el servicio. Barrientos le dice que no, que solo pasó a saludarlo, a agradecerle, a despedirse. El viejo no comprende muy bien qué le pasa a Barrientos, aunque lo intuye. Lo nota envejecido; lo nota algo encorvado, más canoso, desalineado, con la mirada opaca. Luego de tantos años de escuchar la historia de Barrientos de boca de sus hijas, de escuchar, incluso, su llanto, Villalba le ha tomado cariño, o quizá no, quizá más bien ha llegado a compadecerse de él; le da lástima. El viejo le ofrece una cerveza, pero también la rechaza.

Un Barrientos parco, saturado de melancolía, saluda a Villalba, al hijo y, a la distancia, a las chicas. Se acostó con todas ellas, con todas. Pasó en esa casa noches difíciles intentando olvidar, queriendo apagar el dolor. Cuando está por salir de la casa, ya instalado en la sala, junto a la entrada, aparece la menor de las Villalba, que hace pocos días llegó de Formosa. Su documento dice que tiene quince, su cuerpo, treinta, su desarrollo intelectual, diez. Villalba comienza a gritarle delante de Barrientos, la insulta; ella baja la cabeza y escucha, como en penitencia, como reconociendo la travesura de haber llegado tarde a casa justo la noche de año nuevo. De pronto, el viejo detiene el regaño, hace un silencio prolongado y lo mira a Barrientos: “por qué no te la llevas a la borreguita, che”, le dice, convencido, como quien ofrece un producto que sabe que está hecho para ese cliente. Barrientos se niega nuevamente pero el viejo insiste, “dale, pasate un rato en la piecita de arriba, la que te gusta”, la ofrece, la muestra y, mirando a la chica, remata: “¿acaso no se le parece un poco?”. La única referencia que el viejo tiene de Matilde la tiene a partir de las descripciones de Barrientos. A Villalba le parece ver en su sobrina alguno de los rasgos de aquella mujer, le parece que la chica puede actuar como calmante para la pena de este hombre abatido. Pero no. Barrientos no encuentra en la chica ningún parecido, nada; mucho menos un posible bálsamo para su herida. Más que agradecido por el gesto, en este instante, se siente incomprendido, algo invadido y menospreciado por el dueño de casa. “Matilde no es cualquier cosa, qué se cree este viejo”, piensa. Pero ya no tiene ganas de luchar, ni contra la incomprensión, ni contra la ingratitud del destino; menos contra la nostalgia.

Con un lacónico “no, gracias” y un “feliz año”, apurado y de compromiso, Barrientos abandona la casa de Artigas y sigue su camino.

MCMLXXXIV

Una pizzería tradicional de Buenos Aires repleta de gente a mitad de la noche. Una señora de cabello blanco vestida con ropa oscura sentada en una mesa pequeña junto a la puerta, termina su café y se queda allí, con la taza de café sobre la mesa vacía, con la mirada perdida en la taza, como esperando algo que pareciera no saber qué es. Un grupo de tipos corpulentos con aspecto de laburantes recién salidos del trabajo ocupan una mesa grande en medio del salón, le piden a gritos al mozo delgado de nariz llamativa otra botella de sidra, se ríen fuerte, con una risa entre contagiosa y molesta. Una pareja de jovencitos sentados junto a una ventana conversan frente a frente, ambos inclinados hacia el centro de la mesa para acercar sus caras y oírse mejor en medio del griterío, ella parece estar llorando, él le toma la mano, los dos toman una Coca. El local está muy iluminado por una luz blanca de tubo fluorescente. Hay un árbol de navidad sobre la barra, entre docenas de pan dulce que están a la venta. Huele a pizza grasienta. Matilde decía que ese olor le recordaba a la pizzería de su pueblo, de ese pueblo del que nunca quiso hablar. En medio de un ruido insoportable, Barrientos sale del local acompañado del dueño del Renault, que está de pésimo humor. Cruzan Rivadavia en diagonal y se meten en la Plaza Flores.

Cuando Barrientos entró al Odeón el dueño, distendido, festejando con su familia, pensó que llegaba para entregarle el auto. Le dijo: “¿qué hacés por acá, Barrientos?; solo a vos se te ocurre parar a mitad de la noche de año nuevo, en el momento de más laburo”. Barrientos no iba para entregarle nada, iba a informarle de la pérdida de las llaves del Renault; iba a pedirle que lo ayude a buscarlas, que lo ayude, en última instancia, prestándole sus propias llaves.

Recorren la Plaza durante un rato; buscan. Barrientos le dice que andaba caminando por allí con las llaves en la mano, jugueteando, y que, cuando quiso volver al Renault para seguir su ronda, se dio cuenta que ya no las tenía. El dueño lo mira. “¿Qué hacías boludeando por la Plaza a esta hora de la noche, Barrientos?”, tuvo ganas de preguntarle, pero no lo hizo, se calló la boca y fue con él a buscar las llaves. Barrientos salta con agilidad los cercos de ligustrina, busca en la arena, en la zona de juegos para chicos, se fija en los tachos de basura. El dueño lo mira. Lo mira asombrado, con ganas de mandarlo a la mierda, intentando comprender. Es la primera vez que le pasa en siete años; en ese tiempo, Barrientos cumplió con responsabilidad, le cuidó el coche, le entregó buenas recaudaciones. Durante el último año, desde aquella madrugada de año nuevo en que Barrientos encontró vacía la esquina de la Plaza, la situación fue diferente: bajó la recaudación, aparecieron los choques y roturas, también las multas; ahora, las llaves.

Las llaves no aparecen. Se sientan en un banco de cemento que está justo frente a la iglesia, de esos sin respaldo, antiguo. El dueño le dice: “la cosa no puede seguir así, Barrientos”. Lo mira y le dice: “así no va, pibe” y repite varias veces: “no va”.

Barrientos agacha la cabeza, baja los hombros y se resigna a recibir el reto como un chico. No tiene nada que reprocharle al dueño. Le dio el trabajo cuando recién había cumplido la mayoría de edad, le enseñó a desenvolverse en la calle, lo llevó con él al sindicato, lo cubrió con su esposa las noches de año nuevo, mientras andaba recorriendo la ciudad con Matilde y, sobre todo, le bancó su desesperación durante el último año, desde que la mujer aquella desapareció. Barrientos no quiere joder al dueño del Renault, está apenado, no sabe qué hacer.

Se produce un silencio largo. Los colectivos comienzan a pasar más seguido, más y más gente recorre la noche. Pasan junto a ellos sin que ellos lo perciban. No se están mirando. “Solo a vos, Barrientos, se te ocurre engancharte así con una mina a la que solo viste cinco noches en toda tu puta vida. Cinco noches”. Le habla bajo y sin mirarlo, repite varias veces subiendo un poco el tono: “¡Cinco noches!”. El dueño mira la torre de la Iglesia pensando qué hacer con Barrientos; Barrientos, mira el piso y llora. Llora sin que el dueño se dé cuenta; está avergonzado por su llanto, desconsolado y avergonzado. Está vencido pero no puede develar con exactitud por qué; no puede explicar por qué le pasa lo que le pasa, tampoco puede contar todo lo que ha hecho para encontrar a Matilde en los últimos meses; menos al dueño del Renault.

El dueño se da cuenta, al fin, que Barrientos llora. Un grupo de chicos comienza a tirar petardos justo detrás de ellos, el dueño del Renault se sobresalta, Barrientos ni lo registra. El dueño no sabe muy bien qué decirle. Lo que le dice finalmente es lo que le viene repitiendo desde hace un año: que se olvide de esa mujer, que seguro que andaba en algo raro, que son tiempos difíciles, que vaya a saber en qué quilombos estaba metida. Le dice increpándolo, mientras Barrientos sigue con la mirada clavada en las baldosas de la Plaza, que cómo es posible que se haya enganchado con una mina que no le quiso contar nada sobre ella. Le insiste en que es seguro que la mina andaba metida en algo raro, le sugiere, incluso, intentando darle ánimo, que quizás estaba un poco loca, y que a lo mejor, con su desaparición, se salvó de alguna situación jodida, jodida. Barrientos solloza, el dueño no para. Le dice que ya va a encontrar otra minita por ahí, que lo mejor que puede hacer ahora es volver a su casa con su mujer y con sus hijos, que se deje de embromar, que lo único que vale la pena es la familia.

Finalmente el dueño lo perdona. Lo consuela y lo vuelve a perdonar. Podría ser el padre, piensa. Le entrega sus llaves del auto y le dice que se vaya. Le aconseja también que pase por la casa de un tal Villalba que queda por la calle Artigas, a pocas cuadras de la Plaza, que ahí seguro que encuentra consuelo, que le diga a Villalba que va de parte de él, que se va a sentir mejor, y que luego sí se vaya a su casa con su mujer y con sus hijos. Se levanta, cruza Rivadavia y se pierde tras la puerta vaivén del Odeón.

Con aspecto de galán de película de acción, o de boxeador latino que está por pelear por la corona mundial de los medianos -pelo negro largo, bigotes profusos, pómulos salientes, pantalones blancos de botamanga ancha, camisa negra, cinturón marrón oscuro y mocasines al tono- transita Barrientos por la Plaza Flores en busca del Renault. Su facha juvenil disimula su desesperación. No sabe con exactitud a dónde irá; recuerda que a Matilde, para cerrar la noche, le gustaba ir al río a tomar mate y a ver el amanecer. Quizá pase por el hotel de Medina y Alberdi, a lo mejor alguien del hotel la vio por allí esta noche, aunque no tiene claro si quiere enterarse que Matilde anda con otro hombre frecuentando los hoteles que solía frecuentar con él en año nuevo. En realidad sí sabe que no quiere.

Se mete en el auto, arranca y pone el cassette de Sandro que le regaló Matilde. No sabe a dónde irá. Lo que sí sabe es que, por el momento, no irá a su casa.

MM

Costanera norte, detrás de la Ciudad Universitaria. Escombros, pastizales, basura, agua estancada; aviones que pasan, pocos; pájaros de todo tipo, muchos; obra en construcción, abandonada; algunos animales muertos, sobre todo gatos; camino de tierra por el que casi nunca pasa nadie; un taxi Renault modelo ochenta y nueve estacionado al costado del camino. Huele a pez muerto, a mañana de verano. Sentado en una enorme montaña de escombros al borde de un río tranquilo, mirando el amanecer y tomando mate, Barrientos le dice a Matilde que no sabe si va a seguir con el taxi. Se lo dice aferrado a un viejo billete de diez pesos argentinos que sacó de la gastada visera de su viejo Renault y que tiene escrito con tinta azul, junto a la figura de San Martín, media docena de números romanos.

Le explica que está cansado. Le dice que tantos años de andar por la calle lo agotaron, lo aburrieron. Le asegura que la calle está cada vez más jodida, más hostil, que el Renault ya está viejo y tiene cada día un problema nuevo. Se le queja de que está con gastritis y que teme, si sigue haciéndose mala sangre, que le agarre una úlcera.

Toma el termo y se sirve otro mate. Lo bebe en silencio mientras se distrae viendo pasar un enorme arenero que marcha tan lento que es casi imposible detectar su movimiento. Continúa hablando sin quitar la vista del carguero. Le jura que el hecho de que se retire no impedirá que se vean. Le dice que no se preocupe, que él puede pasar a buscarla por la Plaza Flores y llevarla hasta allí cada amanecer de un nuevo año en auto, en colectivo, o caminando; como sea. Que él irá a buscarla siempre, siempre, durante todo el tiempo que le quede de vida.

Le pide que le crea, que confíe en él. Le dice que no tiene preguntas para hacerle, que no le importa de dónde vino ni hacia donde irá. Le dice que están solos; ella y él al fin solos. Le jura que jamás ha vuelto a ver a su esposa desde la separación y le jura también que lo de las chicas de Villalba era solo un pasatiempo, que no tiene de qué preocuparse. Le argumenta que él no tiene nada que demostrarle, que en todos los años que han pasado, él le ha sido fiel, la esperó y le fue fiel. Le dice que no sea tonta. Le dice que la ama.

Por primera vez en veinte años Barrientos le dice a Matilde que la ama.

Es una mañana fresca de enero, la primera del nuevo año, del nuevo milenio; soleada y seca.

El río, los pastizales, el camino, la basura, el Renault, el carguero, los pájaros, los escombros y Barrientos. Solo Barrientos.