LA FURIA DEL GUSANO por Alejandro Parisi

LA FURIA DEL GUSANO

Cuento de Alejandro Parisi

La calesita giraba con la misma desidia que parecía estar impregnada en las casillas de chapas y ladrillos sin revocar, en los pastos descuidados, los restos de basura y en todas las personas y perros del barrio. Sin embargo la calesita giraba, esclava de su órbita breve, de cabotaje: los caballos subían y bajaban soltando un chirrido agudo, metálico; un auto despintado reflejaba el sol en las incrustaciones de lata que cubrían sus luces vacías; y un avión, inmóvil, sin hélice, se sacudía con el salto de los niños que lo ocupaban. De fondo, la misma música de siempre sonaba fuerte, con una estridencia exagerada.

Con el hombro apoyado contra un poste, Ángel Camaño observaba a las niñasmadres que se inclinaban para ayudar, golpear, acariciar o retar a sus hijos. Hacía calor. Ángel se secaba la frente con un pedazo de franela color naranja. Sus ojos claros, de un turquesa casi transparente, observaban las caritas sonrientes y morenas de aquellos niños que extendían sus manos sucias para atrapar la sortija que él agitaba. Ángel Camaño sonreía, orgulloso de su trabajo, de su dedicación.

Durante años había sido maestro de escuela, hasta que tuvo que dejar Misiones. Después de vivir una década como un nómada, se había establecido en Los Perales y había comprado la calesita haciéndose cargo de las deudas que su dueño anterior no había podido pagar. Ahora era el amo y señor de los juegos.

Poco a poco, la calesita fue deteniéndose. Cuando la vuelta terminó, Ángel Camaño le ofreció caramelos a cada uno de los niños, que los aceptaron y se dejaron acariciar las mejillas. Emocionado por ese enjambre de sonrisas, Ángel anunció que la próxima vuelta sería gratis para todos. Hubo una explosión de gritos, risas. Sin embargo, las niñasmadres tomaron a sus hijos en brazos y comenzaron a alejarse del lugar.

Confundido, Ángel dejó la sortija colgada del gancho del poste pintado de negro y verde, como la calesita y el barrio entero, y salió del reparo de aquellas chapas que lo protegían del sol. Entonces vio las motos acercándose a toda velocidad a través del terreno baldío, y sintió aún más curiosidad. Cuando las cuatro motos se detuvieron junto a la reja que servía de perímetro de la calesita, Camaño extendió sus brazos en forma de cruz para darles la bienvenida.

–        Hola, muchachos – dijo, con media sonrisa.

Uno de los jóvenes se bajó de la moto, miró hacia los costados y comenzó a avanzar hacia él. Le decían Shrek, era obeso, estaba vestido de basquetbolista y le apuntaba con un revólver de caño corto.

–        Estás frito, Angelito – dijo Shrek.

Camaño miró su reloj. Las cuatro y cuarto de la tarde. No era una mala hora para morir: por todo el país los niños estarían jugando al sol. Miró a su alrededor como si quisiera buscarlos, pero sólo vio el bloque gris del hospital abandonado que se alzaba a doscientos metros de distancia. Su destino, como el de todos los del barrio, se había decidido ahí arriba.

Los demás jóvenes dejaron sus motos y sacaron sus armas. Todos le apuntaron en un solo movimiento. Con los ojos cerrados, Ángel Camaño esperó la balacera. Pero nadie disparó. Los jóvenes lo rodearon. Shrek le ató las manos con el cabo de un cable que otro ya había atado a una de las motos. Entonces Angel Camaño sintió miedo, más miedo que todos los miedos que había sentido en su vida.

Las motos arrancaron. Intentó seguirlas al trote, pero cayó al suelo. Pudo ver que la calesita se alejaba girando, mientras las piedras del baldío le laceraban la espalda a medida que lo arrastraban hacia la cueva del Gusano, alto, muy alto, allá en Los Perales.

 

Conteniendo el humo en los pulmones, acodado en una de las ventanas sin marcos ni vidrios, el Gusano miraba la inmensidad que se abría ante él. Desde que tenía memoria, aquella era la mejor imagen que había contemplado. Al principio, cuando era solo un huérfano que vivía en la casilla de su abuela, se colaba entre los médicos de la salita de primeros auxilios de la planta baja y escalaba aquella estructura enorme, maltrecha desde sus inicios, un enorme bloque de más de diez pisos que, en su diseño, se imaginaba como uno de los mejores hospitales de toda América Latina. Pero apenas habían construido la estructura, y por eso resultaba complicado trepar las escaleras inconclusas, evitar los hierros retorcidos y oxidados tras medio siglo de abandono para, al fin, alcanzar una ventana y contemplar esa ciudad tan cercana y distante que a él, Luchito en ese entonces, lo hacía sentir pequeño y desubicado.

Pero de eso habían pasado más de quince años, y ahora él ya no miraba la ciudad con temores. Al contrario: sabía que las casas, el barrio y todo lo que rodeaba aquella ventana le pertenecía. No lo había conseguido con facilidad. Si algo había aprendido Luchito mientras se convertía en el Gusano, era que el poder cuesta sangre, y él había visto desangrarse por las calles del barrio a muchos de sus pibes. Ahora tenía más de cincuenta a su disposición. Ladrones, vendedores de droga, sicarios, punteros políticos, barras bravas, peones de la Federal… A veces hasta él mismo se sorprendía de todas las actividades en las que se habían especializado.

Al fin, el Gusano soltó el humo de sus pulmones y tuvo que inclinarse para toser.

Desperdigados a su alrededor, varios de sus pibes mataban el tiempo jugando con sus teléfonos celulares, fumando, aspirando o enfrentados en un partido de fútbol de playstation en la televisión de cuarenta y seis pulgadas que habían comprado hacía ya tiempo. Desde otro de los ambientes del piso llegaba el rumor hacendoso de los tres renegados encargados de rayar tizas para ampliar el kilo de cocaína que debían entregar esa misma noche en uno de los barrios del Centro. El Gusano los miró a todos, y se sintió orgulloso del lugar adonde había llegado, alto, tan alto en Los Perales.

En un rincón, Marco Antonio Cuellar se retorcía las manos sin poder esconder su terror. Quizá fuera la primera vez que estuviera rodeado de tantos argentinos. Aquel barrio era una gran mamushka que contenía distinta gente que muy pocas veces se mezclaba. Por eso el Gusano se había sorprendido tanto con el pedido de Cuellar. Porque los bolivianos trabajaban y se mantenían al margen de ellos, yendo y viniendo del Mercado Central cargados de verduras y de niños, o encerrados en talleres clandestinos cociendo las prendas que se vendían en el Centro. Al Gusano le llamaba la atención esa obediencia, esa laboriosidad incorruptible, como si trabajar todo el día bastara para superar la pobreza que venían arrastrando desde hacía siglos.

Pero, en ese pedido, el Gusano había visto una oportunidad. Después de todo, un favor no se le niega a nadie. Mucho menos a un referente de una parte del barrio donde los renegados no podían entrar hasta entonces pero que, después de ayudar a Cuellar, al fin se abriría para ellos. El Gusano también había aprendido que las cosas siempre terminan complicándose y que por eso es necesario tener un arma cargada y un lugar seguro donde esconderse.

Volvió a pitar el cigarro de marihuana y se acercó a Cuellar.

  • ¿Querés fumar?
  • No, gracias – dijo el boliviano, con los ojos puestos en la culata del arma que el Gusano llevaba a la cintura, sujeta a su short de Nueva Chicago.
  • Quedate tranquilo, Mamani.
  • ¿Ya lo hicieron?
  • No seas ansioso, ya vas a ver – dijo el Gusano palmeándole la espalda.

–        Usted me dijo…

Fastidiado, el Gusano alzó una mano y Cuellar, asustado, dejó de hablar.

–        Viniste acá porque los ratis no te dieron bola. En eso somos iguales los mamanis y los pibes. Entonces, si querés justicia, vas a tener que confiar en el Gusano.

Volvió a toser. Se aclaró la garganta, carraspeó, y se acercó a la ventana para escupir. Entonces pudo ver las motos que se acercaban.

Volvió a fumar, volvió a toser.

Se giró y anunció:

–        Ahí vienen.

 

Lo traían maniatado, lleno de sangre y a los empujones. Al entrar, cayó de rodillas en el piso. Shrek ató el cabo del cable a una columna. Ángel Camaño intentó zafarse, pero entonces uno de los pibes le pegó una patada en la rodilla y volvió a caer.

Todos guardaban silencio, extrañados de que el Gusano hubiera estirado tanto aquel trabajo que se podría haber terminado con un simple disparo en la sien.

  • Gusano, yo trabajo para vos – balbuceó Camaño.

–        Callate – respondió el Gusano. Después se volvió, buscando a Cuellar, que no estaba por ninguna parte, y gritó: – Mamani, vení acá, carajo.

Cuellar estaba paralizado con los ojos fijos en el suelo.

–        ¿Es él? – preguntó el Gusano.

Cuellar alzó la vista.

–        Sí, señor – dijo, sin acercarse.

Furioso, el Gusano se acercó a Cuellar y, sujetándolo por un hombro, lo obligó a colocarse delante de Camaño, que escupía sangre, babas y mocos.

–        Y parecías un cuatro de copas, Ángelito… – le dijo el Gusano a Andrés Camaño levantándolo del piso, y luego, mirando a Cuellar, ordenó: – Es tuyo.

El rostro andino de Cuellar se volvió pálido.

–        Pero, señor, habíamos quedado…

El Gusano negó con la cabeza.

–        ¿Cuántos años tiene tu nena? ¿Seis, siete?

Inmediatamente, Cuellar giró la cabeza, incapaz de soportar todo aquello.

–        Miralo, carajo – gritó el Gusano, y hasta los pibes sintieron miedo.

Al fin, Cuellar clavó sus ojos en Andrés Camaño, que intentó decir algo, pero fue silenciado por un culatazo del arma del Gusano que, mirando al boliviano, dijo:

–        Mirale las piernas… las manos… con esas manos le cagó la vida a tu nena… – y ordenó: – Bájenle los pantalones.

De inmediato, dos de los pibes se acercaron a Ángel Camaño y lo desvistieron. La piel lacerada por las piedras del baldío, sangre, costras, y el olor imperceptible del miedo. Camaño lloraba, implorando la piedad del Gusano.

–        Por favor…

Los pibes formaron un semicírculo alrededor de los tres hombres. El Gusano volvió a hablar:

–        Miralo, Mamani. Pero miralo bien, ¿eh? Ahí tiene la pija que le puso a tu nena… ¿Quién tiene que hacer esto? ¿Vos o yo?

Cuellar no pudo contener un acceso de llanto. Sin embargo el Gusano sonrió: había descubierto que en el rostro de Cuellar la ira se abría paso entre la vergüenza y la desolación.

–        Lo querés matar, ¿no?

Cuellar asintió.

–        Eso me gusta más – dijo el Gusano, palmeándolo. Y continuó: – Pero… ¿sabés qué pasa? Tu hija sufrió mucho, y nunca se va a poder olvidar de este hijo de puta. Entonces… si lo matás, en un segundo pasa todo. Por eso, vamos a hacer otra cosa. Fideo…

Un chico alto y delgado, vestido con la camiseta de la selección argentina, se incorporó y salió. Cuando regresó, traía un palo de escoba.

–        Agarrá eso, Mamani – dijo el Gusano.

Cuellar lo miró, aterrado.

–        Algunas cosas las tiene que hacer uno mismo. Y vos tenés que vengar a tu hija, Mamani. Vamos, muchachos, ténganlo fuerte que se va a sacudir como un perro.

Shrek y dos más se acercaron a Camaño, que se retorcía, intentando zafarse, gritando:

–        Gusano… salvame y trabajo gratis hasta que me muera.

El Gusano ni le contestó. Mirando a Cuellar, dijo:

–        Ahora, Mamani, le vas mostrar qué sintió tu nena. Agarrás el palo y se lo metés en el orto hasta que le salga por la boca.

Cuellar ahora lloraba, lloraba y miraba a todos, desencajado. Con cuidado, el Gusano se acercó a él y le dijo algo al oído para que nadie pudiera escucharlo. Sólo entonces el boliviano se acercó a Camaño por detrás y, con fuerza, lo golpeó con el palo en la espalda una, dos, tres veces…

–        Así, así… – lo alentaba el Gusano.

Hastiado, al fin, Cuellar soltó el palo. Se sentía mareado, se quería morir.

El Gusano volvió a acercarse. Se agachó, tomó el palo, se lo entregó a Cuellar y ordenó:

  • Hacé lo que te dije…
  • No hace falta, usted…

–        Hacelo porque te quemo. Tu hija necesita venganza. Me lo dijiste vos cuando viniste a verme. Dale, mierda – gritó el Gusano.

Camaño lloraba y se retorcía, y sin embargo los pibes lo tenían tendido en el piso, con las piernas y los brazos abiertos. Pronto, todos comenzaron a gritar.

–        Destapale la cloaca… – decían.

Cuellar los miraba, entre aterrado y asqueado. El Gusano lo empujó hacia adelante. Le sujetó la mano que sostenía el palo y lo obligó a penetrar a Camaño, que efectivamente se retorcía y aullaba como un perro.

–        Pensá en tu nena. Hacelo mierda. Que le salga por la boca – decía el Gusano, y hasta los pibes parecían sorprendidos con su actitud.

Al fin, completamente enajenado, llorando, pidiendo perdón a Dios y a la Virgen, Marco Antonio Cuellar introdujo el palo hasta la mitad por el ano de Camaño, una y otra vez, con una fuerza incontrolable.

Los gritos de Camaño se mezclaron con los silbidos y los aplausos de los pibes, que lo escupían y golpeaban con sus zapatillas coloridas, último modelo. Todo duró apenas veinte minutos. Luego, Cuellar cayó de rodillas, incapaz de contener su llanto, su tristeza, su vergüenza y su dolor. Camaño había quedado inconsciente, muerto tal vez, tendido en un charco de sangre y materia fecal.

Sólo entonces el Gusano se acercó a Cuellar y lo ayudó a incorporarse.

  • Dénle un vaso de vino – ordenó, e inmediatamente uno de los renegados le tendió un vaso al boliviano, que lo bebió de un solo trago, sin dejar de llorar.
  • ¿Por qué…? – preguntaba Cuellar, con la voz entrecortada.
  • Porque el mundo es una mierda. Y nosotros tenemos que limpiarlo de vez en cuando. Ahora, vos te vas a ir como un hombre, porque hiciste lo que tenías que hacer. Y este sorete va a vivir el resto de su vida acordándose del día de hoy.
  • ¿No lo van a matar?
  • Quizá ya esté muerto. Si zafa, va a seguir trabajando para mí. Pero a los tuyos no los va a joder más.

–        Pero… yo no quería… – gimió Cuellar.

El Gusano le apoyó una mano en el hombro. Con un tono bajo, amistoso, dijo:

–        Tu hija tampoco. Y mirá qué le pasó. Pero ahora ya está. Seguí con tu vida, Mamani. Cuando te necesite, te voy a ir a buscar. ¿Me entendiste?

Cuellar asintió, sin fuerzas para pronunciar nada. Luego vomitó, y se alejó dando tumbos, incapaz de mirar atrás. Poco a poco, los renegados volvieron a la playstation, a sus celulares, a rayar tizas y embolsar gramos adulterados con precisión.

El hedor que desprendía Camaño al Gusano le provocó náuseas. Encendió otro cigarro de marihuana, fumó. Había visto, hecho y ordenado cosas peores que la que le había tocado a Camaño, pero sin embargo se sentía extraño, con una especie de tristeza que se resistía a aceptar.

Volvió a acercarse a la ventana buscando aire fresco. Afuera había comenzado a oscurecer. El cielo, violeta, se extendía más allá de Los Perales, de Mataderos, de toda la Capital.

Miró hacia abajo. En el baldío que rodeaba el hospital, un grupo de niños jugaba al fútbol. Al verlos, el Gusano se recordó a sí mismo pateando una pelota en ese mismo lugar.

–        Tendríamos que hacer algo con este… – dijo Shrek.

El Gusano no respondió.

–        Llevarlo a un hospital, algo… Camaño nos sirve, se tiene que curar… – insistió Shrek, y al ver que el Gusano no respondía, preguntó: – ¿Todo bien?

Nada. El Gusano estaba demasiado lejos. Sonreía porque, abajo, uno de los chicos había esquivado a todos los jugadores rivales, había pateado y ahora festejaba el gol llevándose las manos a las orejas, como si se hiciera pantalla para oír mejor la ovación de una multitud que, el Gusano lo sabía, nunca le diría nada bueno.

Quizá por eso el Gusano sacó medio cuerpo por la ventana y gritó:

–        Qué golazo, guachín.

Los niños lo saludaron desde el baldío, felices de que él, el Gusano, se interesara por sus juegos. ¿Quién iba a hacerlo, sino?

–        Ayuda… – escuchó que alguien decía cerca suyo, con un hilo de voz.

Al ver a Camaño arrodillándose, el Gusano pensó que el mundo siempre sería esa mierda que crecía alrededor del barrio y que, tarde o temprano, terminaría tragándose a esos niños como también se lo había tragado a él.

–        ¿Qué hacemos, Gusano? – volvió a preguntar Shrek.

Sólo entonces el Gusano sacó el arma y disparó tres, cuatro, cinco veces, esparciendo las entrañas de Andrés Camaño por todo el piso, allá arriba, alto, tan alto en Los Perales.