LA ESPERA por Adrián Argento

La espera

Cuento de Adrián Argento

 

Con las primeras hebras de la mañana Mónica asciende despacio por los escalones helados de otro domingo de espera. Se detiene en la mitad del puente para sentarse con las piernas colgando y la vista hacia el espacio disponible por el que aparecerá.

Quizás hoy, quizás él, piensa, y sigue los hilos de cada quizá; mientras su mirada se desliza por la superficie persistente de los rieles mudos. Absorta, inmutable, esperando la mínima señal, el augurio de que tal vez, por fin.

Como siempre, suelta una oración desnuda, una melodía suave y repetida que se aleja por la mañana ferroviaria. Las frases vuelan libres, hasta detenerse y flotar como mariposas congeladas justo en el punto donde ya no se escuchan y dejan de ser palabras. Se mantienen inmóviles un instante rígido, hasta disolverse sobre las vías.

Mónica balancea las piernas en un vaivén suspendido y observa los interminables filos de plata. Y mientras observa y espera, vuelve a pensar, una y otra vez, quizás hoy, él.

Ya no cuenta los durmientes. Más de ochocientos los que alcanza a ver. En dos carriles simétricos, opuestos, apenas diferenciados por lo sutil, lo intocable.

Durmientes enterrados, inertes bajo las vías, anclados en el suelo, ajenos a la niebla, a las palabras, soportando el peso de los trenes, de los inviernos, de las esperas. Como Mónica, que los mira desde su propia llovizna, a través de ojos nublados y piensa si no será ella, o él, también, uno más de esos durmientes.

Como otras veces, piensa en soltarse y dejar que la locomotora se encargue de abreviar la demora. Pero llega a ese trágico punto y sucede, un atisbo la frena.

El tren vibra en la curva lejana, avanza despacio, cruza el paso a nivel y comienza a contener la fuerza para detenerse. Se sostiene en un crujido metálico, hasta quedar mudo y quieto, en unos minutos de silencio, en medio de la estación. En ese instante se diluyen las conjeturas, se fugan las ideas de saltar, se afirman los deseos, la posibilidad vuelve, la incita y Mónica abre bien los ojos. Se mantiene atenta, dispuesta a ponerse de pie, bajar corriendo, avanzar por el andén y llegar hasta él.

Que seguramente volverá como se fue: con sus manos pequeñas, el mismo olor, el saco gris, el que se puso aquel día, para esperar en la estación.

La ilusión dura tres o cuatro minutos, hasta que el tren comienza a traquetear, a soltar la fuerza, y el temblor avanza por los rieles hasta llegarle agónico, frío, a través de los hierros del puente. Mónica percibe el espasmo y la advertencia en la piel; y también una señal de certeza parece despertar con la vibración. Porque cuando el tren pase por debajo de sus piernas y la acaricie a través del aire, quedará flotando el susurro de que en un rato llega el siguiente y tal vez, en ese…

Cada tanto, un dato del que aferrarse. Ella lo envuelve, le da peso, alas, y lo convierte en algo llevadero, en otra melodía sigilosa que soltará sobre las vías, mientras espera el futuro sonido, la inminente agitación, la locomotora surgiendo en la curva, otra vez, como todos los domingos, cada cuarenta o cincuenta minutos.

Después del mediodía, come pan y alguna sobra de la noche anterior. Va mirando las migas que caen, hasta que no las distingue, hasta que se pierden allá abajo, entre las piedras y el tiempo. De vez en cuando, algún gorrión las advierte y aprovecha los despojos. Ella observa la escena, se distrae, se siente parte.

Y otra vez hacia el andén de la izquierda. Alerta. Busca entre las personas, a la espera del saco gris, del cuerpo intacto, que desapareció en otoño, que la mirará desde andén, para reconocerla y sonreír.

El tiempo se disuelve, ya no avanza ni retrocede, y ella sigue balanceando las piernas, soltando oraciones crudas, frases parecidas, unidas en hilera, como los vagones del último tren del sur, ese que a las ocho, en el declive de la tarde, con los últimos destellos de luz, aparece.

Quizás en este, piensa Mónica y se endereza, se enciende, abre bien los ojos.

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