GINEBRA

 

En Ginebra, de Silvia Hopenhayn (Alfaguara, 2018) uno de los temas centrales es el de las palabras. Palabras como juguetes o herramientas. La protagonista, una adolescente que se muda a Ginebra con su familia en la época de la dictadura, tiene un trato intenso con las palabras: las “ve” llegar antes que los demás las digan. (pienso en Cortázar, cuando “vio” aparecer a los cronopios y a partir de ahí escribió historias sobre ellos). Ella sabe de antemano lo que la gente va a decir, como si fuera una forma propia de escuchar. Subrayo esta frase: No importaba realmente lo que dijeran; no era un juego de adivinación, sino de encastre. (Para quien conoce el Tetris: me viene esta imagen, las palabras bajando como bloques que encastran, o no, entre sí).

Al mudarse de país, se muda de lengua y nada garantiza que ese método funcione en un idioma desconocido. Nos dice: Mudarse de lengua es una forma de sacarse de encima las predicciones. Si las palabras nombran las cosas, y uno no sabe cómo se pronuncian en un idioma extranjero, ¿no sería más directo llevar con uno los objetos nombrados, para expresarse? Esta idea, que viene de El país de Gulliver, tiene sus ventajas y desventajas. El gran inconveniente es que, si alguien quiere hablar de muchas cosas, se verá en problemas a la hora de cargarlas. En la novela de Hopenhayn, además de Jonathan Swift, se hacen presentes Alicia (de Lewis Carroll) y Borges, quien vivió en esa ciudad muchos años antes que la protagonista.

Mi ejemplar de Ginebra quedó lleno de marcas y subrayados, como me pasa con los libros que más quiero. Antes de cerrar este breve comentario, comparto un subrayado más: Las palabras eran naves que se desplazaban haciendo funcionar el mundo.

 

Anahí Flores