ELIGE SARA por Félix Bombarolo

ELIGE, SARA

de Félix Bombarolo

 

Antes de tomarte el autobús a San Miguel, recuerda pasar por el correo y envía el courrier a tu amigo del Canal 9. Él leerá tu mensaje en el noticiero de la mañana. No te preocupes, recordará tu imagen al leerlo, fue uno de los pocos que intentó convencerte de que te quedes en el pueblo.

Al llegar a la compañía ve directo a la oficina del jefe. Aprovecha para agradecerle lo del retiro, él lo promovió, él hizo las gestiones. Agradécele como si en realidad hubiera sido un favor que tú misma le pediste. Él se mostrará sorprendido por tu actitud, te dirá unas palabras de reconocimiento que no siente; te estrechará la mano y te deseará suerte. Tú saldrás del despacho con una sonrisa, no voltearás a mirarlo cuando cierres la puerta. Saluda a tus compañeros uno a uno con la formalidad habitual. Abraza a Rosita, ella sí lamenta tu partida; tantos años. Te ofrecerá pasar a visitarte por la tarde, a la salida del trabajo; dile que no con gentileza. Dile que la llamarás de tanto en tanto, sabrá comprender. Disfruta su abrazo prolongado, siente su cuerpo tibio junto al tuyo; detén tu mente en ese instante.

Ni bien sales de la compañía te tomas un taxi directo a Miraflores. Hoy puedes tomar taxi. Camina por el Parque Kennedy con elegancia. Ese es tu lugar favorito de la ciudad. Revive la tarde en que estuviste allí por primera vez; llegabas de Chimbote con tanta ilusión. Saluda a las personas que te cruces, verás que se sorprenderán, pero igual hazlo, hoy hazlo. Te tomas una sopa en cualquier chifa y vas derechito a Larcomar. Paseas sin prisa, te compras esa blusa azul que viste con Rosita la semana pasada; ya es tuya, póntela. En los cines están dando la película de Emma Thompson de la que tanto te hablaron; entra a verla. Te emocionas, te gusta Dustin Hoffman; te gusta desde la misma tarde en que Percy te llevó a ver El Graduado aquel fin de semana de San Pedro de hace ya quién sabe cuánto tiempo. Sales del cine llorosa, te hubiera gustado que te pase lo mismo que a  la protagonista, pero ni tú eres Emma, ni Lima es Hollywood.

Camina hacia el sur por el Malecón, junto al mar. Recibe su brisa, disfruta su olor. Te detienes de pronto frente al Hotel Miraflores Park y te quedas mirando a unos adolescentes que juegan en la playa, oyes sus carcajadas a lo lejos. Allí estás tú junto a tu hermana; el muchachito rubio es Percy. Los tres recorren la arena con frescura; tú no dejas de mirarlo a él, que camina a tu lado. Conversan, se acercan al mar, se salpican, están descalzos; Ana los sigue a unos metros de distancia. Se los ve felices, tú estás feliz allí, en la arena, con Percy. Tu rostro se ilumina, sonríes, miras a los niños y sonríes. La gente pasa junto a ti, te mira y se contagia tu sonrisa. Una señora de tu edad parada en la costanera de Lima observando a unos niños jugando en la playa, barranca abajo, y riendo; transmites paz, al fin te sientes en paz.

Anochece, ya debes regresar a Jesús María. Llegas a la farmacia del vecindario, está por cerrar.  Entrégale al boticario la receta y espera su reacción, como cada mes. Si te cuenta que se le ha acabado el Lexotan pídele Sinogan, su efecto es similar. Recuerda que el Sinogan es más suave, si es éste el que te ofrece pídele un frasco mediano, te lo dará, a pesar de que la receta indique uno pequeño. El señor, muy amable, te preguntará por tu reuma, tú le dices que estás mejor, que estos días de humedad te ponen mal, pero que has aprendido a convivir con el dolor. Le dices que las pastillas te ayudan a conciliar el sueño. Te despides enviándole saludos a su mujer, preguntas por ella, no la has visto en la farmacia desde hace tiempo. Te vas despacio con tu compra, satisfecha de tener lo que precisas. El barrio está oscuro; cientos de gentes regresan de sus chambas cansadas, como tú, como cada día a la misma hora.

Recorriendo la Avenida República Dominicana llegas a lo de Doña Julia, la saludas y te comes tu anticucho. Ella querrá darte charla; te cuenta que ha escuchado que en la noche lloverá. Te quedas observando fijo el anticucho y piensas si la noticia podrá afectar tus planes. Te acabas tu media porción, con papas y todo; le das a la señora sus tres soles, le das su hasta mañana, saludas a los parroquianos con los que te cruzas en ese sitio cada noche, y sigues viaje. Piensas cómo te gusta el anticucho; tanto o más que el ceviche o el arroz con pato que te hacía tu madre en el pueblo. Estás contenta; Julia lo ha notado, te ha mirado con una expresión especial. Camina a casa, ya es hora,

Mira de lejos si en la entrada del edificio está el portero, si está, espera a que se aleje; no es hoy un buen día para escuchar sus protestas sobre lo poco que le pagan y lo sucios que son tus vecinos. Cuando llegues al mesón de la entrada pasa de largo, a esta altura ya sabes que no habrá correspondencia para ti. Entra a tu casa, prende las luces, deja las cosas, desconecta el teléfono y no enciendas el televisor, hoy no. Date un buen baño de inmersión con agua tibia. Pon ese disco de Los Morunos que te regaló Percy y que tanto te gusta. Te sirves de ese pisco que tienes guardado para las navidades y lo llevas al baño; la última navidad te fuiste a dormir sin siquiera brindar contigo misma, ¿recuerdas?, Ana y Percy te habían invitado a pasar las fiestas en el pueblo con ellos y tus sobrinos, como cada año, pero no fuiste, tampoco este. Te preguntas cuál habrá sido el momento en que ella se quedó con tu muchacho; intentas argumentar, convencerte a ti misma. Luego de treinta años te sigues haciendo las mismas preguntas. Te sientes conforme con tu decisión, tenías que irte de Chimbote, no podías seguir allí. Repasas tu cuerpo, lo observas, te observas desnuda; caes en cuenta de lo lejos que ha quedado la juventud, sientes que tu carne ha soportado ya demasiados inviernos.

Al salir del baño ponte tus cremas y cálzate tu mejor vestido; perfúmate. Vas a la cocina, desenvuelves el paquete de la farmacia, te sirves un vaso con agua y vas a la sala. Te sientas en el sillón; cierra las cortinas para que nadie pueda verte. Descubre el frasco de pastillas y apóyalo en la mesa junto al vaso de agua; deja prendida sólo la luz del velador. Te quedas un rato mirando la escena, reposa. Repasa tus motivos. Convéncete una vez más del sinsentido en que se ha convertido tu vida en estos años: sin amor, sin familia, sin amigos, sin dinero y ahora, sin trabajo. Para qué seguir con tanto agobio, con tanta angustia acumulada. Ya estás acariciando tus sesenta, ya no tienes nada que esperar en este mundo, Sara, ya lo has pensado, ya lo has decidido, no sientas miedo.

Recorre con la mirada el departamento que te albergó durante tu triste vida en Lima. Está sucio, los cuadros y cacharros que están sobre el aparador lucen polvorientos. Te tranquiliza recordar que ya has pagado el alquiler de este mes. Toma las pastillas una a una, no te atores, sorbo a sorbo. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Ya está hecho, no era tan difícil. Ya no más sufrir por el desamor de Percy, no más recuerdos del momento en que lo viste besándose con Ana. Nunca volverás a soportar el maltrato de tus jefes, ni tendrás que mendigar cariño ni atención a nadie nunca más. Ya no tendrás que soportar el dolor de tus huesos; no tendrás que respirar, sientes alivio. Te recuestas en el respaldo de tu sillón raído, apoyas la cabeza y te quedas a esperar, sólo a esperar que todo pase.

Tu mente se adormece, tus brazos y tus piernas también. Al poco tiempo de estar dormida comenzarás a sentir náuseas, no te asustes. Te pasas un buen rato de la noche con los ojos entreabiertos, quieres recordar historias de tu vida, pero solo sientes deseos de vomitar. Vomitas varias veces. Pierdes el conocimiento lentamente. Tu corazón se agita. En medio de unas fuertes arcadas caes al piso, golpeas la cabeza contra la mesa pero ya no sientes el golpe; tu cuerpo queda tendido sobre los vidrios del vaso que acabas de tirar en tu caída. No te resistas, déjate llevar. En medio de tu fuga aparecen los recuerdos bonitos, pero no te engañes, son como espejismos en medio del desierto. Te imaginas abrazada a Ana, la perdonas; te ves caminando descalza por la playa, tienes cuerpo de niña pero rostro de anciana; apareces ahora en el patio del colegio con tu guardapolvo blanco y tus trenzas negras cantando el himno de Chimbote: “Amanece el sol radiante en la bahía, un navío se divisa en altamar…”. Cuando ya falte poco para el fin sufrirás unas convulsiones que te estremecerán; tiemblas, gimes, te revuelcas por el piso y allí quedas tendida largo rato,

Lo que llega es la paz que tú anhelabas. No intentas nada, no sientes nada, no piensas nada más; porque ya nada hay, nunca más nada habrá para ti. Te apagas. Un tenue intento de comprensión te persigue, pero ya no dominas tu razón. Tu mente va quedando en negro, un negro profundamente oscuro, de una oscura belleza de tormenta. Pasas un largo rato tumbada habituándote a tu nuevo escenario: el vacío.

Justo en el momento en que el sol aparece anunciando el nuevo día, mientras tú estás ya casi al otro lado, una situación inesperada se presenta. Unos hombres comienzan a golpear tu puerta con furia, te llaman, te buscan. Tú no escuchas.

Rompen la puerta con un hacha y entran a tu casa, te encuentran abatida en la sala. Un caballero con delantal médico toma tu cuerpo muerto con firmeza y lo coloca de nuevo en el sillón; palpa tus venas, golpea tu cara. Otro señor con ropas de bombero toma su handy y avisa al Cuartel de Jesús Maria que te encontraron, que avisen a tu hermana que te encontraron. Ella escuchó el mensaje de boca de tu amigo del Canal 9, que ni bien recibió tu nota, le avisó: “Queridos Ana y Percy, ya no me siento con fuerzas para seguir sumergida en esta vida gris, espero me comprendan. Con cariño, Sara….”, anuncias.

El médico sacude tu pecho con violencia; coloca sus labios en los tuyos y te ofrece su aliento. Una enfermera entra a la sala a través de la puerta hecha pedazos y le entrega al doctor un aparato que enchufa en el tomacorriente junto al aparador. Te colocan dos platos en el pecho y te mandan ráfagas arteras de corriente. Saltas. Saltas. Parece que reanimas. La gente alrededor te incita a regresar. Debiste haber tomado veinte de esas pastillas, que eran de las suaves. Ahora ya es muy tarde. Te están regresando a aquel lugar de donde tanto ansías partir. Por unos segundos transitas por el filo mismo que separa la vida de la muerte. Ya no puedes dejar que las cosas simplemente sucedan, ahora debes tomar tú la decisión: o te quedas flotando en medio de la nada hasta el fin de los tiempos, o regresas a vivir una decrepitud repleta de angustia y desamor. La desazón o el olvido. La inconciencia o el tedio.

Elige, Sara…

* Este relato pertenece al libro de cuentos «Elige,Sara».