LOS BOTONES por Anahí Flores

Los botones

Anahí Flores

 

Al fin y al cabo los botones son útiles para algo, piensa Roberta al entregarle a la chica de la carpa de al lado los pedacitos de plástico color verde seco con los que suplantarán las tres fichas negras que faltan del backgamon. La chica agradece y la felicita por haber traído el costurero, ella misma, confiesa, no trajo más que una aguja con un carril de hilo blanco. Roberta no quiere pasar como demasiado precavida y aclara que ella no trajo ni hilo ni aguja, mucho menos botones, que esos botones llegaron hasta sus manos «por accidente», y hace énfasis en el sonido misterioso de las comillas. Aunque ya están sentadas y listas para empezar el partido (a Roberta le tocan las fichas negras más los tres botones), la chica quiere saber de qué forma «accidental» tres botones podrían haber llegado hasta ella. Y a pesar de que Roberta y su novio pasaron la semana anterior dándole vueltas al asunto hasta optar por no hablar más del tema ni entre ellos ni con nadie, comienza con la historia porque, en el fondo, está ansiosa por contarla. Antes, tira los dados y le toca iniciar el partido. Mueve dos fichas negras, no los botones.

Habíamos salido muy temprano de la ciudad, comienza Roberta, y hacia el mediodía estábamos por algún lugar en el campo. El clima estaba sequísimo y hacía un calor de esos que se ven como humito en el aire. Mi novio, que conoce esa zona, quiso parar a almorzar en una especie de almacén al que iba de chico con su familia. Salimos de la ruta y nos metimos por un camino de tierra. Era imposible saber hacia dónde íbamos porque el polvo se levantaba y hacía nubes enormes. Después de dar vueltas por varios campos, llegamos al lugar, que él llamó «boliche». La arquitectura colonial en el medio de la nada era divina, uno se sentía dentro de una foto sepia. Me toca a mí, ¿no?, dice Roberta y tira los dados.

Salimos del auto, sigue, y me bajó un poco la presión. El calor se potenciaba con el polvo. Mi novio dijo «qué calor», pero creo que fue más por cortesía hacia mí que otra cosa. Me hubiera encantado quedarme en el aire acondicionado del auto mientras él comía, estuve a punto de proponerlo y entonces no tendríamos hoy las tres piezas para el backgamon. Pero me dio no sé qué dejarlo comer solo, y entramos juntos al boliche.

La chica de la carpa de al lado le come una ficha y Roberta se da cuenta de que está más concentrada en el relato que en el juego. No piensa dejarse ganar, vuelca su atención hacia las fichas y hace un par de jugadas que la dejan más conforme. ¿Y entonces?, pregunta la chica, ¿cómo llegaste a los tres botones?

Ah, sí, los botones, sigue Roberta, como si se hubiera olvidado del asunto. Dentro del boliche estaba oscurísimo. No había ventanas y la poca luz la daba una lamparita eléctrica amarillenta. El interior era inmenso. Ciertas partes no se veían por la falta de luz. Había un par de mesas cerca de la puerta, pero se ve que mi novio cambió de idea o no estaba tan hambriento, porque las esquivó y se adentró hacia otros sectores aún menos iluminados. Algo muy a favor del lugar es que estaba fresco como una caverna. Sólo se escuchaba una radio de fondo. Tocaba un tango que raspaba el aire. Yo estaba medio desorientada. A él se lo veía contento, me dijo ¿Ves?, ésta es la misma máquina registradora que se usaba en 1920, cuando abrió el boliche. Me acerqué a la máquina, antigua y oscura, y vi que asomaba un señor arrugadito, con la columna doblada hacia adelante y el rostro petrificado como si estuviera listo para decir “oh”. Buenas tardes, balbuceó. Buenas tardes señor Paris, dijo mi novio y me presentó. Estamos de paso, vamos hacia las montañas, ¿tendrá una coca bien fría? Nos enteramos entonces de que la heladera no funcionaba pero que podía servirnos una coca a temperatura ambiente. Dijimos que no importaba, que tanta sed no teníamos, pero creo que mi novio se debe haber sentido incómodo porque miró a su alrededor y clavó los ojos en unas bombachas de campo que estaban apiladas sobre el mostrador. ¡Mirá, Roberta!, dijo en forma medio exagerada, justo para vos que precisás unas así. Era verdad, no había conseguido comprar un pantalón antes de viajar y planeaba buscarlo por aquí mismo. Imaginé que los pantalones esos serían enormes, para los gauchos de la zona, pero al urgar en la pila vi uno que no estaba nada mal. Con un movimiento de cabeza, el señor Paris señaló la puerta por donde podría pasar a probármelo. Era un cuartito lleno de damajuanas, telarañas y frascos con todo tipo de conservas, mejor iluminado que el resto del lugar, así que pude ver, más o menos, que el talle era el mío. Las compramos.

Ya en el auto, atravesamos las nubes de polvo en el placer del aire acondicionado. Arrojé el pantalón nuevo al asiento de atrás sin volver a mirarlo y, durante una media hora, nos reímos de lo absurdo que había sido todo. Pero él concluyó con un “al menos tenés el pantalón que precisabas”. Y, hasta ese momento, tenía toda la razón.

Roberta mueve sus piezas, el viento le revuelve el pelo. Aunque la chica de la carpa de al lado le está ganando, continúa con la historia. Estábamos llegando a la estación de servicio cuando, antes de bajar, quise ver el pantalón. Al darlo vuelta, descubrimos un tajo justo abajo de la cola, pero era pequeño y no le dimos importancia.

Volvimos al auto después de la coca y quise verlo otra vez. Me llamó la atención una raya de birome a unos centímetros de la ingle. Qué raro, dije, que no la hayamos visto hace un rato, con lo del agujero. Nos quedamos en silencio, mirándolo. Pero al final de cuentas, en la montaña yo misma ya me encargaría de mancharlo de tal forma que esa marca azul ni se iba a ver. Seguimos viaje.

Cuando paramos en otra estación para cargar agua caliente en el termo, lo miré de reojo y me tentó agarrarlo. El meñique se me trabó en un agujero chiquito que había en la rodilla derecha. Increíble, estos pantalones estaban usados, pensé, pero eso sería dudar de la honestidad del señor Paris y, además, tenían la etiqueta. Bajamos del auto, cargamos agua caliente y, cuando volvimos, antes de cebar el primer mate, quise mostrar el nuevo descubrimiento. Pero el agujero se había agrandado y podía atravesarlo con tres dedos. Además, en la otra rodilla había una mancha blanca como de pegamento y uno de los bolsillos estaba deshilachado. Nos miramos con una mezcla de curiosidad y desconcierto. Yo, por las dudas, solté el pantalón como si fuera un insecto que pudiera picarme.

El resto del viaje me lo pasé vigilándolo de reojo. El otro bolsillo enseguida se hizo hilachas. El pantalón entero parecía que se enganchaba en ramas de arbustos imaginarios que lo iban desgarrando.

Roberta tira los dados y mueve sus fichas. Esta vez, la ficha que avanza es uno de los botones. La chica de la carpa de al lado hace una jugada aunque se nota que su atención está más orientada al relato que al partido. Roberta aprovecha el momento para poner el juego a su favor. ¿Y entonces?, insiste la chica. Una brisa que baja por las ramas de los árboles pasa entre ellas. Roberta espera que el zumbido del aire se haya disipado antes de retomar la historia.

Era de noche cuando llegamos a la ciudad donde dormiríamos. Habíamos reservado un cuarto en un hotelcito cerca de la ruta. Hacía una hora que yo andaba medio dormida. Cuando estacionamos, los dos tuvimos recelo de mirar el asiento de atrás. Te toca a vos.

La chica tira los dados y hace una jugada torpe. Roberta sin demora le come cuatro fichas. Está a punto de ganar el partido.

Primero encendimos la luz, sigue Roberta, pero no llegaba a alumbrar gran cosa. Parecía no haber nada en el asiento de atrás. Nos acercamos con prudencia. Él extendió la mano. Había unas pelusas sobre el asiento y se le pegotearon a los dedos. También quedaban dos o tres hilachas que sacudimos. Pero en el suelo -habían rodado con el movimiento del auto- estaban estos tres, dice Roberta señalando los botones que servían de fichas. Parecían los dientes de un cadáver que se espera encontrar entero pero que ya se descompuso. Los agarré con un poco de asco, pero enseguida vi que eran apenas tres botones de plástico y no tenía por qué asombrarme tanto. Prometí que los tiraría, él estaba convencido de que tenían algo diabólico, de otra forma se habrían evaporado junto con el resto del pantalón. Pero en un momento en que se distrajo, me los guardé.

La chica de la carpa de al lado mira a Roberta sin saber si creerle o no. Tiene el gesto de quien está horrorizado pero quiere convencerse de que lo que escuchó es sólo un cuento. Echa el cuerpo hacia atrás, alejándose del tablero. Roberta, en la siguiente jugada, gana el partido y se guarda los botones en el bolsillo. Más tarde jugamos otro, le dice a la chica y se aleja hacia el arroyito donde su novio toma mate amargo, mientras lee. Un mate caliente es, en este momento, todo lo que Roberta quiere.

 

(*) El cuento Los botones pertenece al libro «Todo lo que Roberta quiere» (Textos Intrusos, 2013).
Las ilustraciones fueron realizadas por Valentina Acuña.