MUÑECAS por Romina Doval

MUÑECAS

de Romina Doval

 

Un beso. Mamá quiere que le abra la puerta y le dé un beso. Todos los años igual: un beso justo a la hora en que nací. «Que te lo dé papá», digo bajito. «¿Qué dijiste?». Papá nunca le da besos, los abuelos nunca se dan besos, mis tías y mis tíos nunca se dan besos. Eso sí, cuando alguno se muere, empiezan a besar la foto como hace siempre mi tía Carlucha con la foto del tío Zeppelín. Y eso que yo le dije a mamá: «Mirá que esta vez no quiero fiesta ni nada». Ella no entiende. «Por qué, antes siempre invitabas a todas las chicas del grado». Sí, antes invitaba a todo el grado. La casa se llenaba de globos, guirnaldas y nunca faltaban juegos, magos y piñatas. Pero eso era antes. Ahora las chicas que cumplen trece se hacen las grandes. Suena el teléfono. Debe ser mi abuela que también quiere saludarme a la hora en que nací.  Mamá le está diciendo que estoy encerrada en mi pieza, que hago esto para llamar la atención, que soy una caprichosa. Es insoportable tener que escuchar todo el día las conversaciones en la cocina. Las conversaciones y los golpes de cacerolas. Por qué mamá nunca hace las cosas de buen humor. No puede pasar la aspiradora sin chocar los muebles, no puede alcanzarte un plato de comida si no es tirándotelo como si fueras un perro. Cuantas menos cosas sabés hacer, me dice siempre, menos te van a usar los hombres. «La abuela también quiere saludarte, dice mamá, ¿vas a salir ?». «No», digo bien clarito. Mejor me tomo un poco de Pastis. Papá no se dio cuenta de que le robé la botella, qué se va a dar cuenta si nunca toma nada. Al principio me da arcadas este Pastis pero, al rato, me hace un super blanco en la cabeza que no me deja pensar en nada y me duermo rápido. Lo malo es que me hace dormir poco y cada vez tiene menos efecto. Cómo me gustaría ser borracha. Se enteraría todo el mundo y las monjas me echarían del colegio. Estar todo el día escuchando a las monjas me enferma el cerebro. Nos hablan del cuerpo, de que muy pronto vamos a ser señoritas y esas pavadas. Por qué no enseñan lo que tienen que enseñar y se callan. Nadie les pide consejos, además yo todavía no soy señorita y, si fuera por mí, no lo sería nunca. Ya sé que un día hay que dejar de jugar a las muñecas, empezar a sentarse con las piernas cruzadas y hablar de dietas y novios. Yo mientras pueda ir atrasando toda esa porquería mucho mejor. Como hace la tía Carlucha. Ella siempre se viste  como una chica de veinte años (se pone polleras cortas, se maquilla con colores chillones, anda con tacos aguja y fuma como una chimenea) porque está convencida, me dijo, de que  vestirse y actuar como una chica le retrasa la vejez. Si es por las muñecas, yo hace rato dejé de jugar. Antes con Silvana jugábamos todo la tarde. Silvana revoleaba a su bebe Yoly Bel por el aire porque no paraba de llorar y yo abofeteaba a todas las muñecas porque no comían, no hacían los deberes y no eran buenas hijas. La verdad, mucho más divertido es gritar malas palabras por la ventana del micro escolar, escupir a los autos o tirar pedacitos de galletas a las personas que van por la calle. Yo no sé qué voy a hacer en la secundaria, lo único que espero es que se pase volando. Silvana y yo, cuando seamos grandes, pensamos irnos a vivir juntas. No vamos a casarnos, no vamos a tener hijos ni nada de eso y, en cambio, vamos a usar a todos los hombres que conozcamos; ya tenemos pensado cómo no quedar embarazadas: vamos a hacernos la operación que le hicieron a mi perra y listo. Silvana lo único que quiere es ser actriz y yo escribirle las películas y hacernos famosas. «Sos una maleducada», grita mamá. Sí, pero yo no me eduqué. La escucho alejarse de nuevo. El Pastis sin diluir me hace un agujero en el estomago. Dónde dejé los caramelos de goma. Acá, todo al alcance de la cama. ¿Sólo me quedan seis?. Me bajé la bolsa de pura gula como dicen las monjas. Y sí, porque qué necesidad tengo ahora de comérmelos todos. Al kiosco del Chao ya no voy más. Para qué me acordé del Chao, se me viene su flequillo rubio cayéndole sobre el ojo derecho y esos labios siempre babosos diciéndonos «Chao» y nunca «Chau» como todo el mundo que…»Así a ningún chico le vas a gustar», me dijo el otro día papá. Qué chicos, a mí los chicos me importan tres pitos y para que vean que me importan tres pitos voy a ponerme una gorda chancha para que ninguno me dé bolilla. Eso de cuidarse para gustar es cosa de estúpidas. Quién los entiende. Antes se quejaban porque era flaca como una escoba, ahora porque estoy gorda. «No es gordura», dice uno, «es la edad del cambio». «No, es hinchazón». «Sí, después se va a estilizar». Por qué siempre tienen que estar opinando en voz alta de todo lo que me pasa. Es la edad, sí, es la edad, pero hay algunas en la escuela que ya no saben qué hacer para parecer más grandes. La idiota de Ana María Pintos va al colegio con un corpiño armado pero todavía no tiene nada y Verónica Rodríguez, otra,  se pone un corpiño que debe ser de la madre y sólo tiene unas puntitas. Yo no sé, con lo transparente que es la camisa del colegio todo el mundo puede saber quién ya usa o no corpiño y ellas como si nada. Yo, por eso, no me saco el chaleco o la campera de gimnasia aunque haga cuarenta grados. «No se te nota nada», me dice siempre mamá cuando le pregunto si se me ven; yo, por las dudas, me pongo una camiseta bien ajustada y uso camisas con bolsillos grandes. Un esfuerzo más con el Pastis y otro caramelo de goma.  Otra vez golpeando la puerta. Que me bañe, que me vista  porque la gente va a llegar dentro de poco. Ni que cumpliera quince. Cuando veo que a más de una ese tema las vuelve locas, me quiero matar. Ahí sí que te encajan el título de señorita y no te lo quitan hasta el casamiento. Yo no voy  más a ningún cumpleaños. Con lo que pasé en el de Gabriela Quintana me alcanza y me sobra. Silvana y yo, como dos taradas, caímos ahí creyendo que íbamos a encontrarnos con juegos, sorteos y esas cosas. Qué juegos ni sorteos. Estaba lleno de pibes, de esos que se hacen los grandes y fuman delante de todo el mundo. Gabriela Quintana, con esa pollerita corta, se hacía la linda.  Ni que hablar de Andrea Pernochi con el pelo suelto y los ojos pintados, parecía una bruja. Lo peor fue cuando empezaron a pasar lentos y algunas bailaron muy apretaditas a los pibes. Casi vomitamos. Por suerte tuvimos nuestra venganza con esos dos chicos que se nos acercaron y nos invitaron a bailar. «Fuera», le gritó Silvana como si fuera un perro sarnoso. Ahora, con el Chao era distinto, se ponía toda tarada Silvana. Y eso que yo le decía: «No vengamos más a lo del Chao, es un degenerado». Nada. Cada vez que el Chao decía «Chao», Silvana se ponía colorada y a mí la boca mojada del Chao me perseguía toda la tarde y no podía sacármela de la cabeza hasta que me iba a mi casa y  apretaba las piernas con bronca. Sólo después de eso me sacaba al Chao de la cabeza. Esto nunca se lo conté a Silvana pero estoy segura de que ella también lo hacía. Si nos lo hubiéramos contado quizás le habríamos encontrado un nombre, pero como nunca nos dijimos la verdad… Al final, tanto idioma secreto y qué sé yo, para nada. Y dale con la puerta, la va a tirar abajo. Eso del idioma secreto fue una forma de llamarlo. Decir televisión por menstruación, pecosas por tetas, lamparitas por putas y hacer mi casa por hacer el amor no es un idioma pero para nosotras fue una manera de que nadie nos entendiera. De hacer mi casa hablábamos todo el tiempo. Silvana decía: «Hacer mi casa debe ser horrible». Para mí, hacer mi casa debe ser vergonzoso. Otra palabra que utilizamos mucho es televisión. Este último verano no paramos de preguntarnos si nos había venido la televisión. «Cuando eso nos pase, me escribió Silvana en una carta, no vamos a decirlo a nadie». Lo que nunca me quedó muy claro es si ese «nadie» incluía a nosotras también. A la que no pude dejar de contarle fue a mamá. «No se lo cuentes a nadie, por favor», le pedí. «A quién se lo voy a contar yo», me dijo ella. Pero qué iba a hacerme caso, se lo contó a todo el mundo; ese mismo fin de semana cuando la Carlucha estaba en casa preparando una mayonesa y me pidió que me alejara porque «si estás con las reglas, me la cortás en dos segundos», me puse como loca.  No podés hacer mayonesa porque se te corta como el mar rojo de la Biblia, no podés hacer movimientos violentos o plantar una planta porque se marchita como si estuvieras apestada; menos respirar no podés hacer nada. «Ahora, corazón, me dijo después la Carlucha a parte, tenés que empezar a cuidarte de los hombres, porque cuando menos lo pensás ya estás embarazada y eso, querida,  no es moco de pavo». Si lo dice ella que tiene seis hijos debe ser así. Sigue golpeando. Que qué estoy haciendo, que qué espero. No, si así no voy a poder dormirme. Qué lástima no tener esas pastillas que mamá toma cuando se pone nerviosa, eso más el Pastis me hubieran hecho dormir de un tirón. Otro traguito más y otro caramelo de goma. El tictac del reloj siempre me adormece pero hoy…No, tengo que pensar en algo lindo para dormirme. En qué. En un lugar lleno de golosinas donde yo pudiera probar todo. Sí, me gustaría atender un kiosco. Diría «Chao» con la boca bien pintada como una lamparita y todos los clientes querrían besarme. No, besos mejor no. Silvana me dijo que es una guacala. «Te meten la lengua», me contó. Y ella cómo lo sabía. Pero claro: el Chao. «Me lo dijo mi hermano», me dijo toda colorada. No, siguió yendo a lo del Chao por su cuenta y….La cuestión es que Silvana ya no me cuenta más nada porque dice que yo nunca le conté «cómo son las pecosas, cómo es la televisión». Yo no tengo ni pecosas ni televisión. No tengo, no tengo nada. Soy llana y  lisa como la mesa larga del comedor donde ahora están cantando: Que los cumplas feliz, que los cumplas, señorita, que los cumplas feliz. ¿Y esos chicos que entran corriendo?. Entre ellos está el Chao que viene a tomarme la mano como si la fuera a besar pero no la besa y, en cambio, se la lleva ahí, entre las piernas, y me sonríe con sus labios babosos. Todos aplauden y gritan: «¡Los novios!». Dios mío, estoy completamente desnuda. Nadie se da cuenta o lo toman como algo natural. Qué vergüenza. Tengo que irme pero no puedo levantarme, ¿por qué?. «Chao», me dice el Chao guiñándome un ojo. Todos ríen y comen y yo sigo desnuda. Hay muchos chicos, muchos hombres, mis tíos, mis abuelos. «Feliz cumpleaños», grita la Carlucha. ¿Quiénes hablan en el comedor? Ya hay varias personas. «Quiero darte mi regalo». Ésa es la Carlucha. Silencio. Estoy dormida. «¿No vas a abrir mi regalo?». No, yo no quiero regalos. «Lo paso por debajo de la puerta». ¿Qué hace?. Está deslizando un sobre grande y rojo. «Vas a ver que dentro de unos minutos sale», le está diciendo a alguien, seguramente a mamá. Adentro de ese sobre finito una muñeca seguro no hay. Sí, ya sé que estoy grande para….Pero si Silvana y yo nunca quisimos jugar con las muñecas, jugábamos porque todas jugaban, porque a qué íbamos a jugar sino…»Hay que pegarles con el cucharón, me dijo un día Silvana, como mi mamá hace conmigo». «No, dije yo, mejor sácala fuera del balcón y decíle que si no come la tirás». Silvana no quiso hacer eso y después, no sé por qué,  no jugamos nunca más. Debe ser que a  ella todavía no le dijeron que los hijos son un accidente en la vida y sólo traen problemas. Tocan el timbre. Mejor me tomo un trago bien largo de Pastis. ¿Qué es esto? Un vestidito ajustado, escotado y sin mangas. «Lo elegí con tu mamá y queremos ver cómo te queda». Como la mona, cómo me va a quedar. Por qué me hacen esto cuando saben que….No, esto ya no lo soporto. Hay que tomar más Pastis y listo. «Cómo no va a salir, dice la voz de mi abuela por ahí, si yo le hice la torta que tanto le gusta». ¿Qué tanto me gusta? Pero si es la única que sabés hacer. Me estoy riendo muy fuerte y ellos no deben… «¿Está enferma?», el que habla es  mi abuelo. Qué voy a estar enferma, estoy borracha. «Debe estar peleada con la amiguita», cuchichea la Carlucha. ¿Peleada con la…? Tengo que taparme la boca para que no…»¿Qué pasa acá?»,  ése es papá que ya llegó a poner orden. «¿De qué te reís?», grita mamá, «esto no es nada gracioso». Qué no va a hacer gracioso si estoy llorando de risa y ya no veo nada. «¿Vas a salir?». Y…ya que son unos cuantos para apagar las velitas, vayan ustedes, qué esperan. Si es por mí pueden golpear y gritar toda la noche que yo no voy a salir vestida de señorita, eso jamás. Ahora me tapo los oídos. Sí, todavía me queda Pastis y unos caramelos de goma.