10 PREGUNTAS A MARIANA TRAVACIO

¿Cómo fueron tus comienzos en la escritura narrativa?

Fueron dos comienzos, creo: el de temprano y el de después. O acaso haya sido uno solo. A veces me gusta pensar que fue un único comienzo al que le llevó mucho tiempo tomar coraje. El otro día se lo mencionaba a Valeria Correa Fiz, en un café, por Palermo. Tuve una primera etapa, a los dieciocho, en que escribía con una determinación pasmosa. De esa época, recuerdo haber escrito una novela, unos cuentos, unos poemas. Después me ganó el miedo. No recuerdo el momento exacto, pero recuerdo que fue una tarde: había decidido volver a casa caminando, tendría unos veintidós o veintitrés años, y en esa caminata decidí que ya no escribiría. Y así fue. Me distraje durante años escribiendo otro tipo de textos: ensayos, escritos técnicos, reflexiones sobre la práctica de la psicología forense. Supongo que era un tipo de escritura que me resultaba menos riesgosa. Digamos que necesité casi dos décadas para recobrar el valor. Es que, en algún punto, la escritura es intemperie. Volver a escribir implicaba instalarme en un terreno que es de una profunda e invariable deriva.

 

¿Te inspiró alguna persona o alguna situación en particular?

No creo en la inspiración en el sentido griego del entusiasmo, o en el sentido romántico de la Musa, pero sí creo, con Barthes, que existe una relación nupcial, de procreación, entre lectura y escritura. Mis casas de la infancia fueron casas lectoras. Había bibliotecas. Y había lectores. Mis padres leían. Yo los miraba leer y entendía que ahí, en los libros, había una realidad infinitamente más palpable que la del mundo que habitábamos: los veía llorar, o reírse a carcajadas, o mantenerse serios, durante horas, tan imbuídos de eso que ocurría en esas páginas. Ese recuerdo es muy parecido al que tengo de mis propias lecturas infantiles: me recuerdo estremecida, o sonrojada, o entre lárgimas, o sonriente, o indignada.

Supongo que algo de eso, entonces: las lecturas que nos resuenan, y se vuelven murmullo, y se condensan, para decantar en escritura.


¿Existe un horario propicio para ponerte a escribir o cualquier momento del día es ideal?

Cuando estoy inmersa en algún texto, no distingo horarios ni días. Sin embargo, por alguna razón, suelo escribir más a partir del ocaso. Como si la luz diurna me distrajese, o le diese profundidad al fresno de la puerta, o me impidiese mirar concentradamente lo que escribo. Quizás porque la oscuridad aplana, o silencia, y acaso haya, en esa quietud, algo que me propicia.

 

¿Cómo está ambientado tu lugar de trabajo y en donde lo haces usualmente?

 Suelo escribir en un cuarto que tengo en casa, al que llamo “estudio”. Es un cuarto que tiene dos bibliotecas, dos mesas de bar, un escritorio y un sillón. Y tiene un balcón que da a un fresno. Ahí desayuno. Ahí leo. Ahí escribo.

 

¿Cómo surgió la idea de “Cotidiano”, especialmente del cuento “Hendijas”?

La escritura de Hendijas se me impuso por necesidad de exorcismo. Me había mudado acá, a esta casa, y me había encontrado con esas hendijas, en el jardín. Las padecí tanto. Y una noche ya no aguanté: bajé la computadora al comedor, dejé la puerta del jardín abierta y, mientras escuchaba esa voz que brotaba de las hendijas, me puse a escribir. Fue un acto irreflexivo y necesario, o inevitable. Así nació Hendijas. Y creo que los cuentos de Cotidiano, en general, tienen unas génesis semejantes: son unos estertores de la realidad que necesité bajar al papel.

 

¿Qué estás leyendo actualmente?

Pasé el día de ayer con las Cartas persas, de Montesquieu. Hoy amanecí con ellas, también. El martes pasado releí algunos fragmentos de La barca silenciosa y de Retórica especulativa, de Pascal Quignard. El miércoles me detuve en Lucio V. Mansilla y en Macedonio Fernández: andaba buscando unas citas que, finalmente, encontré. El jueves leí Adentro tampoco hay luz, bello texto de Leila Sucari, la novedad de Tusquets de este mes, que Paola Lucantis me había regalado en la víspera. Hace un rato terminé de leer unos cuentos preciosos de Valeria Correa Fiz, de su libro La condición animal, editado por la bella Páginas de Espuma.

 

¿Cuáles son tus autores preferidos y a quienes recomendarías leer?

Son tantos. Tuve mis deslumbramientos. Los caminos de lectura son tan azarosos y creo que nos resuenan por épocas o, a veces, por mera posibilidad de escucha, o de diálogo, en un determinado momento. El encuentro entre un lector y un texto es tan gozoso y tan singular. Tuve momentos de felicidad con Borges, con Duras, con Yourcenar, con Nabokov, con Bolaño, con Rulfo, con Foster Wallace, con Vila-Matas, con Onetti, con Saer, con Quignard, con Lispector, con Tolstoi, con Chéjov, con Lobo Antunes. Pero cualquier lista es injusta porque tuve innumerables momentos de felicidad, y de gratitud, con tantos otros. Me acuerdo ahora de reirme a carcajadas con El Quijote o con La conjura de los necios o con Desayuno de campeones o con Magnitud imaginaria. En fin. No se puede. Hay que leer. No importa qué. Cada quién encuentra su camino. No es transferible.


Un libro que te haya marcado, o gustado mucho, o al que cada tanto regresas.

Siempre vuelvo a Borges. A distintos Borges. Me encuentro, a menudo, yendo a buscarlo. Cuando quiero allanarme, vuelvo a Rulfo. Cuando estoy confundida, vuelvo a Nabokov. Cuando necesito anclar, vuelvo a Duras. O a Lispector. O a Quignard. Cuando busco a un amigo, vuelvo a Bolaño. Cuando quiero proxemia, busco a Saer. Cuando me quiero reír, vuelvo a Lem. Cuando quiero volar, busco a Lobo Antunes. Todo depende de la necesidad de cada momento.

 

Si tuvieras que elegir un personaje de ficción de algún libro o de alguna película para sentarte a conversar un rato, ¿a quién elegirías?

 A Ignatius Reilly. Sí, me encantaría.


¿Existe algún libro famoso que te hubiera gustado escribir?

 Tantos.

El llano en llamas es uno.