ENCANDILADO por Anice Ilú

Encandilado

 

Cuando levantó el pie sintió el olor a gallinaza.

Pensó en ella, su blancura, la potencia de su voz. Cómo no había podido resistirla, cómo se había ido atrás sin pensar, solo con esa piel clavada en la mente. Gallego bruto tenía que ser, eso le había dicho el padre. “Le llenaste el bombo, del casamiento no te salvás”.

Tenía que apurarse, lo habían mandado a buscar. No lo dejarían evadirse de semejante responsabilidad de hombre, aunque ella era la culpable. Con solo quince años había sido capaz de internarlo en sus ojos, mirarlo entre el descaro y la inocencia, llevarlo a imaginar lo que sería transitar con los dedos ese cuerpo fresco que recién se asomaba a la vida. Y si él ese día no hubiera llegado a la casa del padrino… ese maldito día que lo detuvo bajo el sauce para fumarse un cigarro, porque el trámite era rápido, decirle al padrino que el camión llegaba al otro día, que tuvieran todo listo temprano, y de golpe la risa de una mujer. El aire se le anudó en la garganta, mientras el semen lo habitaba como una introyección del deseo hacinándolo hasta el desborde.

– ¿Todavía estás acá?—dijo el padrino— Vení a conocer a mi sobrina, llegó ayer de España.

Y el cigarro se le apagó en la boca cuando ella apareció. Tenía el pelo tan rubio que casi lo encandila, y no vio más nada. El padrino advirtió la perturbación y lo invitó a pasar aunque no consiguió romper la mudez en que había caído el muchacho; el intercambio fue solo de miradas con un monólogo de fondo emitido por el anfitrión.

Pasó el rancho de la esquina. Ahora solo quedaba atravesar la chacra del vecino sin que nadie lo viera. La reunión era para concertar la fecha y dejar las cosas en claro.

-Se me viene temprano para la casa que con sus hermanos vamos a decidir cómo arreglar esta vergüenza.

 Estaba obligado. Seguro habían fijado el día del casamiento y lo iban a mandar lejos, a la otra chacra que tenían en el medio de la nada. Era un castigo.

-Si fue tan hombre para cogerse a la sobrina del padrino, ahora va a ser hombre para armar su tierra y su casa.

Era temprano. Seguro los hermanos no llegaban hasta el mediodía. El viejo se iba a dar el gusto con la cantinela que le faltaba; la desilusión, los años de esfuerzo para que él en un abrir y cerrar de ojos quemara todo en la falda de una mujer, casi una niña, casi una puta. “No importa”, se dijo. Sería rápido, los perros no iban a ladrar; era entrar por atrás, agarrar las pilchas y mandarse a mudar. Ni muerto lo iban a obligar a casarse.

Aceleró el paso. Qué habría dicho el padrino. Seguro había ido a los gritos ante su padre. El ahijado desagradecido, siempre embadurnado de mujeres. Seguro había amenazado. Su hermana iba a llegar pronto y quién le iba a explicar que el señorito no se la había podido aguantar y ahora la niña iba a ser madre, madre soltera. No. El casamiento tenía que ser antes de que llegara la vieja. Seguro ya lo habían arreglado todo, era nada más darle las órdenes. Viejos de mierda, siempre dando órdenes.

La sombra de una nube le oscureció el pensamiento. Se hacían los puritanos, iban todos los domingos a la iglesia. Que padrecito, que padrecito, pero bien que se chupaban y se agarraban a las mujeres de los peones. Total al otro día se ponían el disfraz de patrón y la noche era el pasado, la necesidad natural que debía acallarse. Había que entender los mandatos.

Llegó a la tranquera y vio el cascajo del cura. Hijos de puta. La mesa del patio tenía un mantel blanco y un florero en el medio. Desde ahí se podía sentir el aroma de las empanadas, el olor de la trampa.

Se escondió detrás de unos frutales y vio asomarse al viejo que con el mate en la mano miraba hacia la entrada. Sigiloso, emprendió un rodeo desde el borde de la acequia. Pensó entrar por la puerta de atrás, si tenía la suerte de que estuviera abierta. No podía irse sin nada, tenía el bolso debajo de la cama, un poco de plata y el documento. Rápido.

La transpiración empezó a gotearle y el sonido del jadeo de ella se repitió como un eco en sus oídos. Jaló el picaporte con delicadeza y entró. En la cocina había barullo, todos estaban abocados a los preparativos. Un par de pasos más y el ropero destartalado ya se vería. Se agachó, el bolso estaba en su lugar. Pensó en volver a la puerta de atrás cuando la voz gruesa del padre lo sorprendió.

-Se está haciendo tarde y este no aparece. Andate con el caballo hasta la otra esquina a ver si viene llegando.

-Ya voy —contestó uno de los hermanos.

El condescendiente, justo él, él que había sido más que su hermano, su proyección de la rebeldía y la inspiración para la vida a escondidas del viejo. Y justo cuando el porvenir oscurecía, se convertía en el cómplice.

Respiró hondo. Tal vez era riesgoso salir ahora. Qué hacer. Se acordó de la despensa del fondo, de la pequeña claraboya que tenía pegada al techo, del canal grande que estaba cerca, que podía cruzar con el bolso cargado en la espalda. Aunque se mojara, a nadie se le iba a ocurrir que podía andar por ahí.

Cruzó el pasillo mirando para la cocina y la puerta. Entró en la minúscula despensa. Estaba abarrotada de porquerías, cacharros, damajuanas, un rebenque que le trajo otros recuerdos. La ventanita estaba en su lugar. Arrastró despacio una silla para poder subirse y tratar de abrirla. Intentó tres veces hasta que lo logró.  Escuchó el grito de su hermano y se deslizó rápidamente por la abertura tratando de pasar también el bolso. Se atrancó. El agujero era diminuto. Otra vez el sudor, otra vez el jadeo magnético de ella, y otra vez el padre que abrió la puerta.

 

 

Anice Ilú nació en el Alto Valle de Río Negro en 1969. Es Profesora en Letras (U. N. Comahue), Magister en Culturas y Literaturas Comparadas y Doctoranda en Letras (U. N. Córdoba). Publicó libros y artículos sobre didáctica de la literatura y acerca de su tesis de investigación. Actualmente trabaja en la formación de docentes y desarrolla talleres literarios en contextos de encierro.