COMPAÑÍA por Francisco Cascallares

Ilustración: Pablo García

 

En un solo movimiento, el ascensor se detuvo entre dos pisos: ni el ocho ni el nueve. Ahí estaba, un viernes a la noche, atrapado con alguien que no parecía un gran conversador.

                Cuando terminó la sacudida, nos miramos. Buscamos en la cara del otro si tal vez habíamos llegado a nuestro destino. En el panel, el botón del cero seguía marcado. Él había subido en el catorce, yo en el diez. Era un ascensor automático, hermético, y nos resultaba imposible saber si estábamos más cerca del piso ocho que del nueve. Los espejos enfrentados reflejaban hasta el infinito mi mala suerte.

                En eso estaba pensando.

                —No se puede creer —hice un click fuerte con la lengua—. Un viernes, tenía que ser.

                Pero él no participó. Prefirió estudiar el techo, como si en un punto preciso, o justo del otro lado, estuviera la causa y pudiera arreglarse con solo localizarla.

                Yo lo había visto muchas otras veces en el edificio, aunque no lo conocía personalmente. Era alguien de cierto rango porque lo veía pasar con distintos directivos por los pasillos, ostentándose y a la vez suplicante. Sería un asistente de director o algo así. En todo caso, un bicho ansioso, atrapado entre jerarquías. Cuando nos cruzábamos, asentíamos para darnos los buenos días y cada uno seguía con lo suyo. De alguna manera indirecta sería mi superior, aunque yo trabajara en el departamento de Comunicación, que estaba en otro piso y tenía sus propios jefes. A eso llegaba la información que había ido acumulando sobre él en el fondo de la cabeza a lo largo de los años.

                Algo en la diferencia de rangos me obligaba a esperar ahora a que él puteara primero. Yo ya había hablado. En cambio, dijo:

                —Afuera debe haber empezado a llover.

                No entendí la relación entre un ascensor detenido entre dos pisos y la lluvia, ni me pareció que nos ayudara. Sin consultarme ni dejar de mirar hacia arriba, apretó dos veces la alarma. Supongo que era su derecho. El primer timbre fue muy breve y cuando soltó el botón, los oídos todavía me vibraban.

                —Se da cuenta, ¿no? —me miró por primera vez y volvió a apretar el timbre. Yo no me daba cuenta de qué había que darse cuenta. Olfateé un inicio de conversación posible pero no pude seguirle la corriente, no soltaba el timbre. Un timbrazo más rotundo que el anterior, por las dudas, para asegurarse de que nos escucharan, para informar que estábamos apurados, que toda una vida estaba continuando ahí afuera sin nosotros y esta situación se estaba haciendo intolerable para la compañía. Yo habría dado varios timbrazos cortos y listo, pero su estilo tendía a no soltar el timbre de alarma hasta que hubieran venido a sacarnos. Se quedó con el dedo pegado al ruido y volví a pensar que Viki tenía razón, que hay cosas que solamente me pasan a mí.

                Traté de decir algo sobre el ruido de la alarma para que viera que me estaba empezando a perturbar.

                —Los de seguridad deben estar roncando —dije a los gritos—. O clavándose unas pizzas.

                Fue un chiste, pero el ruidazo de la alarma disolvió cada fonema. No tengo una voz potente y había hecho un esfuerzo grande para decir lo que dije. Algo en la garganta me dolió por un momento, como si se hubiese quebrado o fundido. Pero él no llegó a escucharme. Se quedó pensando largamente, con el dedo olvidado en el botón. Tal vez, en esa lluvia que había imaginado afuera. En su imaginación todo sería claro: todas las calles ennegrecidas con el agua, una imagen triste y lenta. Ni él ni yo traíamos paraguas. Probablemente ambos sabíamos lo mismo: un paraguas no va a protegerte de la lluvia. La única manera de no mojarse en la lluvia es subirse a un taxi.

                Decir una estupidez de conversación me había requerido todo un esfuerzo de la garganta y preferí quedarme callado hasta que se le acalambrara el dedo.

                No tenía nada que hacer en particular, pero era un viernes a la noche y estas cosas solamente me pasan a mí. Era lógico, tendría que haberlo previsto. El loco de la alarma me estaba alterando.

                —¿Tiene hora? —no me podía contener, pero tampoco llegaba a rebelarme. La alarma monótona me ahogaba.

                —Las ocho y media pasadas.

                —¿Cómo dice? —me acerqué. Le estaba gritando, aprovechando el ruido para gritarle en la cara—. No escucho nada.

                El tipo desenrolló la frase desde el fondo del estómago. Las paredes (o fui yo) vibraron un poco. Una técnica impecable de barítono. Cuando toda esa voz salió como sin esfuerzo del tubo de resonancia de su garganta, tapó cada resquicio de la alarma. Su voz fue como un gesto hecho a medio metro de la cara, imposible de desentender.

                Ni siquiera traté de seguírsela. Asentí para agradecerle y me retraje un poco a mis propios asuntos. En los espejos del ascensor, se decidían algunas batallas infinitas, alegóricas.

                El silencio nos ensordeció. El hombre resopló sin fuerzas, como si al soltar el timbre hubiera quedado exhausto. Hizo un movimiento desvanecido para agarrarse la frente pero no llegó y se fue redondo al suelo. Cayó sentado y el ascensor se sacudió. Luego, todo volvió a ser silencio, salvo por el escándalo de su respiración. El tipo jadeaba como un sapo. Susurraba algo. Yo no llegaba a entender lo que decía y me puse de cuclillas.

                —¿Le pasa algo?

                No me hizo caso y siguió con lo suyo.

                —¿Es claustrofóbico? —dije. Las palabras que él murmuraba volaban rápidas sobre su lengua. El murmullo era repetitivo. Estaría rezando.

                —No nos va a pasar nada. Se trabó el ascensor, ya van a venir a buscarnos. Relájese un poco, quiere.

                Siguió sin escuchar. De a poco, acostumbrándome al silencio de ese susurro, casi llegaba a escuchar algo más detrás de las cosas. Si lo que escuchaba era un sonido real, era cierto que afuera llovía.

                Pesqué un par de palabras y entendí que eran números, y después de un rato empecé a entender el orden de esos números. La oración que recitaba era la tabla del ocho. Del ocho por uno al ocho por doce: un modo de contar como el de los relojes, del doce volvía al uno. Era circular. Nunca iba a terminarse.

                Le empujé el hombro con el pie.

                —Te callás la boca un momento.

                Levantó una mirada sorprendida, de ojos enormes y boca abierta hacia mí. Sin mover un músculo, puse todo mi cuerpo en guardia. Algo iba a pasar. Pero la mirada le cambió como ya le había cambiado el gesto de la boca, y lo aceptó, bajó la cabeza y se quedó mirando el piso acanalado de caucho, un bicho triste y obediente. Después de un rato, empezó recorrerlo con un dedo, surco por surco, cada vez más distraído. Me quedé de pie, quieto. No voy a decir que no estaba sorprendido. O que sabía qué hacer. Una disculpa habría sido ridícula. El tipo estaba más de acuerdo con la orden que yo mismo.

                Permanecimos así, en silencio, pero al rato empezó a hablar de nuevo. Esta vez, quizás para evitar un castigo más severo, me hablaba a mí, sin dejarme de lado como la última vez. Dijo que si no usábamos el timbre, no nos vendrían a buscar nunca.

                Apreté el timbre una vez y por impulso para dejarlo contento. Lo pensé de nuevo, insistí tres o cuatro veces.

                —¿Contento?

                El hombre volvió a mirarse a sí mismo y movió la cabeza en algo que pasaba por asentimiento.

                —Conozco los planos de este edificio —dijo levantando la cabeza de a poco—. Cada piso mide tres metros de alto, salvo por el lobby de planta baja, que tiene cinco. Los pisos tienen un espesor reglamentario de medio metro.

                Lo miré un rato buscando de qué agarrarme.

                —Puede ser —le dije—. Y afuera llueve. ¿Qué importa?

                —Estamos colgando a treinta metros de altura —dijo—. A treinta metros en el medio de la nada.

                Pensé en los centímetros de piso viejo que me separaban del vacío. Íbamos a estar ahí cuánto más sin que la cosa se desfondara. Empecé a sentir las piernas flojas y el equilibrio desaparecía. Una sombra me pasó frente a la cara. Me dejé caer a su lado para recuperarme: él me llevaba ventaja en eso. Estuve un rato simplemente respirando.

                Al final, y solo para olvidarme de que estaba teniendo mi primer ataque de vértigo, o para celebrarlo, le dije:

                —Usted es de Contabilidad, ¿no?

                En ese momento, como si estuviéramos en una película y todo esto no fuera solamente irreal sino que también obedeciera a un género, escuché un trueno desenrollarse por completo afuera en la noche. El tipo miró en dirección al ruido y sonrió. No era una sonrisa triunfante, dirigida hacia afuera, sino más bien algo privado, reconfortante, como cuando un chico confirma un pensamiento muy sencillo que lo hace feliz. No sé qué me produjo eso, pero me tomó desprevenido. Los dos pensamos un rato en el trueno y luego se olvidó de que le había hecho una pregunta.

                —Guido —probé al fin, más directo, extendiendo la mano. Él la miró un momento mientras volvía de su pequeño espacio de felicidad, y me la apretó con la suya—. De Comunicación.

                —Gómez.

                —Por lo de hace un rato…

                —No se preocupe, joven. Está muy bien que me ponga en mi lugar. Puedo ser difícil…

                —De cualquier manera.

                —No hay nada de qué disculparse —me dijo Gómez—. Las cosas pasan. Es así de simple. El que se tendría que disculpar soy yo, tal vez. Por meterlo en esto.

                Esperé a que continuara con la idea pero no lo hizo. Nos quedamos un momento en silencio, colgando a treinta metros de altura en el medio de la noche, cada uno pensando en lo suyo. Yo, en si llovía o no afuera. No podía escuchar el agua.

                —Joven —me dijo con tono de iniciar una pregunta.

                —Guido —le recordé.

                —Sí, Guido. Escúcheme. Por casualidad, no tendrá un cigarrillo. Me vendría bien un cigarrillo ahora.

                Saqué el paquete. Quedaban tres. Que nos sacaran pronto. Moví el atado para que uno quedara a su alcance. Tomó ese. Yo también me serví uno y los encendí.

                —Gracias —dijo después de soltar una bocanada larga. Apuntó la brasa hacia sí, para mirarla mejor—. Dejé hace quince años. —Aspiró profundamente por segunda vez, largó—. Es el momento perfecto para empezar de nuevo.

                Otro trueno vino de afuera, pero esta vez no sonó ominoso. A la lluvia, en cambio, todavía no la escuchaba. Cada tanto, el ascensor se bamboleaba apenas. Podía oír el quejido del metal, como si de a poco se estuviera enfriando.

                Gómez siguió fumando y noté que le faltaba la uña del meñique. No me había dado cuenta hasta ese momento. Supuse que era un defecto de nacimiento porque ni siquiera había marcas de que una uña hubiera estado ahí alguna vez. Era un espacio vacío, que nunca había sido ocupado. La piel continuaba alrededor de toda la falange, la cubría por completo. Gómez arrancó a decir algo:

                —Yo nací en un ascensor, ¿sabía eso?

                No supe qué decirle. Se rió por la nariz. Una risa derrotada.

                —En realidad no tiene por qué saberlo. Créame que no es tan raro como suena. Mucha gente debe nacer en ascensores. Imagínese la cantidad de ascensores que hay en el mundo. Y la cantidad de urgencias de parto. El parto en sí es una urgencia, si lo piensa. Qué me dice. Es una pena que nadie haya hecho un estudio sobre esto. Nacimientos y ascensores. Me gustaría ver cifras concretas.

                Le pregunté por el dedo, si tenía que ver con la situación especial de su nacimiento. Se miró su meñique familiar un poco divertido.

                —No, el dedo vino así de fábrica. Pero tal vez, en alguna parte, hubo alguna relación. Por ejemplo, que como el dedo venía así, se diera toda la situación… no sé. No tengo idea, joven. Si le dijera, estaría inventando. Pero la verdad es que nací en un ascensor. Y acá estoy de nuevo. Por eso le pido disculpas.

                —No es su culpa que estemos acá.

                —Tal vez no. Espero que no. Me gustaría poder creerle.

                —¿Eso cambió en algo las cosas?

                —¿Disculpe?

                —Nacer en un ascensor, digo. ¿Hizo que las cosas fueran distintas a por ejemplo nacer en una clínica?

                —Técnicamente, nací en una clínica.

                —Sí, claro.

                —Pero supongo que no fue lo mismo que nacer en un cuarto. Por supuesto, no tengo ningún recuerdo de ese momento. Solamente lo que me contaron después. Era raro cómo lo contaban. Como una proeza, pero a la vez como algo ridículo, como un chiste. Que había nacido en un ascensor. A la gente le divertía escuchar eso cuando era chico.

                —Cómo fue.

                —Como un viaje en ascensor. Rápido, sobre todo. Mi madre había llegado con contracciones. Afuera el tráfico había sido imposible, por la lluvia. Manejaba la partera, mi padre estaba de viaje. Mi madre entró con nueve puntos de dilatación. Subieron al ascensor porque la sala estaba en el piso catorce, pero mientras subían mi madre gritó demasiado fuerte. Un grito distinto. La partera entendió que ninguno de nosotros iba a llegar a tiempo y frenó el ascensor.

                —¿En vez de seguir?

                —Ni idea. Para mí tampoco tiene sentido. Mi madre no me lo supo explicar. Pero así fue. No hubo complicaciones, y el cordón me lo cortaron en la sala. Como corresponde. Pero el nacimiento…

                —Igual, me pregunto si no ve las cosas distintas. Por haber nacido acá— señalé a nuestro alrededor. Gómez sonrió un poco. Tal vez iba a decir que no había nacido en este ascensor, pero me siguió la corriente.

                —Supongo que hay un montón de cosas que nunca me habrían llamado la atención si no hubiera sabido que nací en un ascensor. Nunca me habrían preocupado. Pero si le digo que nací entre el piso ocho y el nueve, ¿qué me dice usted? ¿Cómo lee lo que nos está pasando ahora?

                Ni siquiera volví a mirar los dígitos del panel. Simplemente terminamos de fumar los cigarrillos en silencio. Él terminó primero y atornilló la colilla con cuidado sobre la alfombra de caucho, hasta que todas las brasas estuvieron extinguidas. Me pareció curioso que quemara esa alfombra. Después de todo, había nacido en un lugar exactamente igual. Tal vez reflejado hasta el infinito en el juego de espejos. Ahora, sentados, los espejos nos quedaban demasiado altos para molestarnos. Pero sobre una camilla, me imaginé que uno estaría a la altura ideal.

                Jugó un rato con la colilla hasta deshacerla. Arrastraba la punta apagada, ida y vuelta, ida y vuelta, mezclando las cenizas grises y negras, hasta que la punta del cigarrillo terminó de deshacerse. Todavía quedaba un poco de tabaco adentro del taco de papel. Después se ocupó de desarmar el papel marrón que envolvía el filtro. Lo había desmontado por completo.

                —Espero que me disculpe haberlo metido en esto. Siento que le debo algo.

                Gómez siguió distraído con su jueguito, o tal vez vuelto hacia adentro con él, como un chamán que trabaja líneas en la arena, o que es trabajado por ellas, porque empezó a hablar de nuevo, pero esta vez sin mirarme ni una vez, como si leyera dibujos que encontraba entre las cenizas y las hebras de tabaco.

                —Yo era muy bueno dibujando. A los doce años, estuvieron a punto de mandarme a un internado en Córdoba con especialización en arte. Es raro, cómo lo mandan a uno a otro lugar si tiene algún talento. La manera de pensar.

                —Es natural —dije por decir algo—. Lo rodean a uno de un talento parecido. Uno se desarrolla mejor.

                —¿A usted también lo quisieron mandar a uno?

                —No —le dije—. Fui a un secundario normal. Hablo por hablar. —No se desilusionó.

                —Por qué no mandarnos a un lugar donde podamos desarrollarnos en lo que sí necesitamos ayuda, me pregunto. En lo que no podemos hacer solos. Ahí estaría la genialidad.

                Se quedó en silencio, absorto en una serie de líneas recientes que había hecho en el piso. Por un momento, pensé en levantarme a tocar el timbre de nuevo. Pero me detuve, porque siguió hablando. Iba a ser incómodo interrumpirlo. O más bien, estaba cómodo escuchándolo. Su voz se desenrollaba como la apertura de un escenario. No tenía la menor idea de cómo nos trataríamos al día siguiente, pero ahora me sentía a gusto.

                —¿Sabe cómo aprendí a dibujar tan bien?

                Me esperó un rato a que respondiera pero yo no tenía la menor idea. Entonces levantó su mano izquierda, con todos los dedos cerrados salvo el meñique sin uña.

                —Me dibujaba la uña. Con un plumín. Todas las mañanas.

                “En segundo grado, hacíamos una ronda y alguien me soltó la mano en cuanto la tomó. No me acuerdo qué pasó después. Hasta ese momento no había sido del todo conciente de que algo en mi mano pudiera causar impresión. A esa altura, era como el color del pelo o los rasgos de la cara: éramos todos distintos y eso era natural. Pero fue así. Era un colegio de varones solos, y estuve ahí hasta sexto grado.

                “Al principio, lo que me dibujaba en el dedo no era nada discreto. Más bien llamaba la atención. Un garabato negro. Pero pasé ahí muchos años. Y fue como si me hubiera quedado resonando en la mano la sensación de que me soltaban de repente.

                “Con los años, fui sistematizando el procedimiento. Había incorporado por prueba y error los fundamentos básicos del dibujo en miniatura. Logré mezclas exactas de tinta para los distintos tonos de mi piel, y ya sabía cuáles comprar y cuáles no. ¿Sabe cómo hacía? Armé una caja de madera con una extensión de un lado. En la extensión había tallado una ranura donde encajaba a medida la lupa que mi padre nunca más encontró. Por eso todo el equipo era desmontable. Metía el dedo bajo la lupa y empezaba a hacer cada línea. En mis mejores momentos, me llevaba apenas ocho minutos recorrer todos los movimientos. Me acuerdo que eran exactamente ciento quince líneas. Es sorprendente lo rápido que pueden hacerse con un poco de práctica.

                “Lo más difícil siempre fue simular el brillo. Hacer que pareciera brillo auténtico, un efecto nacarado con tintas opacas. Pero con el tiempo se me ocurrió usar esmaltes y me fue saliendo razonablemente bien. En el internado, nunca se dieron cuenta. A veces yo mismo me olvidaba. Cómo decirlo: era una uña con tantos detalles que tenía más realidad que las otras.

                “Entonces conocí a Marisa. Eso fue después, cuando decidí que no podía ser artista. Por alguna razón, me pasó igual que ahora. Empecé a contarle lo del ascensor y terminé hablándole sobre la uña. Tal vez en el fondo sí haya una relación entre las dos cosas, algo que no llego a ver.

                “La única diferencia es que con Marisa no me trazaba la uña en secreto. No se dio cuenta hasta después de dos meses de salir conmigo. Y un día, se lo confesé. Porque me parecía que le estaba ocultando algo. Raro, ¿no? Le dio impresión. Le dio tanta impresión que empezó a repetir algo como para no desmayarse. Como una oración, solamente que cuando entendí lo que decía me dí cuenta de que era otra cosa. ¿Sabe lo que decía?

                Le sonreí.

                —La tabla del ocho.

                Gómez me miró asombrado. Luego se rió.

                —En realidad fue la del nueve. ¿Pero cómo sabía?

                Arrugué los hombros.

                —Arriesgué.

                —Tuvo suerte. Un día, lo voy a llevar al casino conmigo.

                —Seguro —dije, pensando en si nos volveríamos a ver o a saludar fuera de este espacio—. Me decía de Marisa.

                —Ah, sí. Mientras la uña estuviera dibujada, ella se olvidaba de todo. Esa era su única exigencia. Me casé con ella. No funcionó.

                —¿Se volvió a casar? —señalé su alianza. Curioso que estuviera justo al lado del meñique incompleto, aunque supongo que no quedaba otra alternativa.

                —Con Clara. A Clara no le importó un cuerno. Le da lo mismo que tenga o no la uña. Le da igual. Cuando se lo conté, se sacó un zapato. Estábamos en un restorán muy elegante, pero ella es así de espontánea con todo. Se sostuvo una pierna con las dos manos, así, para mostrarme la planta del pie, para que no me perdiera ni un detalle de lo que me ponía en la cara. Y muy solemne, con la pierna en alto frente a toda la gente que nos empezaba a mirar, me dijo “Yo… tengo callos” —se rió un rato—. “Yo tengo callos”. Ay, Clara.

                El trueno nos sacudió del susto. Pareció venir de adentro del ascensor y nos dejó enmudecidos.

                 —Flor de trueno —me reí después de un rato, como si algo nos hubiera despertado.

                —Sí.

                —Afuera debe estar lloviendo de locos.

                —Sí.

                —Me gusta la lluvia —dije, distraído.

                —A mí también. Me gusta escucharla.

                Esta vez su voz fue más suave, y bostezó.

                —Qué hora es —le pregunté.

                Miró su reloj.

                —Nueve menos diez.

                —Ya van a venir.

                —Sí.

                De a poco, se fue acurrucando. Se abrazó las piernas, y su último gesto fue apoyar la cabeza entre las rodillas. Así se quedó un rato, con la espalda contra la pared del ascensor.

                Estuve por levantarme otra vez a tocar el timbre, pero me quedé aprovechando el silencio nuevo. Había una paz nueva ahí. En ese lugar vacío, traté de llegar hasta el sonido de la lluvia, que tal vez nos dijera algo en una lengua monótona y pacífica. Por alguna razón, todavía no alcanzaba a escucharlo. Prendí el último cigarrillo y me dije que algún día, cuando vinieran a buscarnos.