PELÍCANOS por María Fasce

Pelícanos

por María Fasce

– Voy a subir. No, mejor llamo a la policía.
– Son pasos nada más.
– Pasos en el techo a las cuatro de la mañana…
– Dormíte.
– No puedo. Me acuerdo de cuando era chico.
En Sarasota…
– Uff. ¿Por qué esperás tanto entre frase y frase?
– También había pasos en el techo del bungalow…
– Dejáme dormir.
Un pelícano. Eso dijo papá. Tenía la cara blanca, como
si hubiera visto más bien un fantasma.
Salimos en piyama y caminamos por los senderos
del hotel iluminados por focos en el césped. Las
piscinas iban apareciendo a un lado y al otro como
grandes charcos. Pero no vimos ningún pelícano. El
único pelícano que había visto en mi vida era el que
aparecía en la caja de pinturitas Pelikan.

Al día siguiente fuimos a visitar a mi prima Carlota,
que vivía en un hotel como el nuestro, en un
bungalow parecido. Todos los hoteles son iguales en
Sarasota, con excepción de los “tiempos compartidos”.
Estaba junto a la piscina, tiritando envuelta en una
toalla. Vino a saludarnos y se le cayó la toalla: sus tetas
habían crecido desde la última vez. Las miré, enormes
y tensas bajo la malla mojada, y pensé enseguida
en el buche de los pelícanos.
Nos metimos en el agua y estuvimos un rato flotando
sobre unas colchonetas inflables color naranja. Creí
que se había quedado dormida pero la vi mover los
dedos sobre el agua como si tocara un piano invisible.
Le dije que había visto un pelícano en el techo del
bungalow y siguió moviendo los dedos en el agua,
entonces le conté lo que me había contado papá, eso
de que se matan clavándose el pico para alimentar a
los hijos con sus propias vísceras. Se dio vuelta sobre
la colchoneta y me miró espantada. Salió del agua, se
envolvió en la toalla y se fue para adentro del bungalow.
Tuve que ponerme a jugar con Beto, que estaba
mudo, como siempre. Metía lombrices adentro de
un frasco y cuando tenía bastantes las liberaba para
triturarlas con una ramita.
Carlota salió con un vestido amarillo y amplio
como un sol, pero los ojos se le habían vuelto rojos
y chiquitos. Mi tía sacó la mesa afuera y mi tío trajo
una botella de champán. Después del brindis se hizo

un gran silencio en la mesa, como después de una
pelea, aunque nadie se había peleado. Entonces mi
madre contó la aventura del día. Esa mañana habíamos
ido a un hotel que ofrecía desayuno y entradas
gratis para Orlando’s Water. “¿Gratis?”, preguntaron
mis tíos. Y mis padres se rieron como si recordaran
un viejo chiste. “Sí… sólo teníamos que escuchar
una charla… promocionaban tiempos compartidos.”
Semanas en Hawái, París, Bariloche. Mientras nos
atiborrábamos de donuts y pellizcábamos a papá para
que reaccionara de una buena vez, los altoparlantes
anunciaban: “La familia Dupont acaba de convertirse
en feliz propietaria de un tiempo compartido”.
Aplausos, más aplausos, y miradas de ira de mi madre
y yo: ya ni siquiera pensábamos en ir a Disney,
sólo queríamos ser felices propietarios de un “tiempo
compartido”. Una fórmula perfecta y sonora, como
“amor eterno”, “final feliz”.
Mi padre nunca compró un tiempo compartido y
ése fue el último verano feliz que recuerdo. Volvimos
a Buenos Aires pocos días después de aquella tarde.
Mi prima y su familia se quedaron. “Un año sabático”,
decía mi tío, pero “año sabático” no sonaba tan
bien como “tiempo compartido”.
Al año siguiente me invitaron a compartir sus últimos
días en Sarasota. Carlota tenía las mejillas y las
tetas hundidas. Cuando llegué no salió de su cuarto.
Estaba sentada en la cama, comiendo macarrones
con la mano.

Beto seguía sin hablar, y Carlota apenas me miraba,
así que yo daba vueltas por las piscinas del hotel,
buscando un pelícano. Lo único que encontré fueron
familias de gordos y parejas de viejitos con equipos
de gimnasia de colores claros y gorras de béisbol.
Mis tíos habían guardado el secreto como una
roca bajo el agua. Cuando pasó el tiempo y se retiró
la marea, apareció la roca, negra y desnuda. Ya no era
un secreto, ni siquiera una vergüenza, sino una gran
culpa: culpa de mis tíos, por haber entregado su nieto
a unas monjas americanas, culpa de mi prima por no
haber sabido retenerlo, defenderlo y alimentarlo, con
sus vísceras si era necesario.
No volví a ver a Carlota. Sólo supe que volvió a
Estados Unidos, trabaja de camarera y busca al bebé.
También yo me fui. Mis padres me mandaron a
estudiar a Francia, pero no sirvió de nada, porque
nunca terminé los estudios. Cuando volví a Buenos
Aires me puse a vender tiempos compartidos en una
oficina de la calle Cangallo. Así conocí a mi mujer.
Me asombró que no se entusiasmara con mi discurso
sobre los tiempos compartidos. Yo era el mejor
vende dor de la compañía, había aprendido el método
de aquellos infalibles promotores de Sarasota.
Mi mujer tenía el aspecto desvalido de Carlota
aquel verano. Salimos de la oficina de Cangallo hacia
un bar, y después a un restaurante, y a un hotel, y esa
misma noche le pedí que viviera conmigo.
A los pocos días había perdido su fragilidad y
cual quier leve parecido con mi prima, pero ya no
pude abandonarla porque esperaba un hijo mío. Un
hijo que nunca llegó.
Vivimos cerca del zoológico y voy con cierta frecuencia.
Fue allí donde vi por primera vez pelícanos.
Dormían con la cabeza adentro del cuerpo, iguales a
almohadones de plumas en el agua. Se despertaron,
sucios y despeinados, con el buche flojo. Parecían
una banda de viejos roqueros. Alguien les tiró galletitas
y sólo entonces el buche adquirió una consistencia
de látex que me recordó el diafragma de mi
mujer. Ninguno se clavaba el pico y se desangraba
para alimentar a sus hijos.
Muchas noches sueño con pelícanos. Los pelícanos
de mis sueños no se parecen a los del zoológico.
Son como el de la caja de pinturitas, como el que vio
papá. Seguro que sigue caminando por el techo del
bungalow de Sarasota.

 

  • El cuento «Pelícanos» forma parte del libro de cuentos de María Fasce «Un hombre bueno» editado por Edhasa Argentina.